La autopsia

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            —A partir de ahora es tuya, hacé con ella lo que quieras —dijo desentendido mientras cerraba por última vez la puerta de chapa y me extendía el llavero; una suerte de huevo de madera con tachas. Sentí su peso para nada insignificante en el hueco de mi mano y lo deslicé por el bolsillo del jogging, donde se balanceó como un péndulo hasta que volví a casa. Había supuesto que ese momento llegaría algún día, pero fue más práctico que emotivo. Como la última de las etapas de la muerte: “aceptación”.

La biblioteca ocupaba un pequeño espacio en el patio trasero de su casa, junto al cuartito de las herramientas. Yo la había frecuentado desde pequeña, tanto para pasar el rato como para jugar con la máquina de escribir, y, por ser la mayor de mis hermanos, era la única que tenía acceso ilimitado, lo que le daba un sabor especial. Los ejemplares, fruto de toda una vida de ahorro para costearlos, se alineaban en estantes “made-in-casa”. En un cajón, dentro de carpetas desvencijadas, se encontraban los escritos por mi propio abuelo, con los que entablaría amistad muchos años más adelante, al transcribirlos letra por letra al formato digital.

Ese pequeño universo, donde un señor llamado Ángel había pasado incontables horas de soledad-no-solitaria, era en su totalidad (paredes, libros y muebles) color sepia. La decoración, sencilla y rústica, se limitaba a una colección arbitraria de piedras moldeadas por el mar, fotos viejas y souvenirs. Dos recortes de periódico enmarcados en cartón: “La mujer más fea del mundo” y “El verdadero conde Drácula” adornaban las paredes. En un rincón sombrío desperdiciaba su juventud una figura femenina en yeso, obsequio de su amigo escultor, a quien nunca llegué a conocer.

Mi nueva adquisición, la entrada a ese portal al pasado, permaneció ociosa rodando de punta a punta en un cajón hasta un año después, cuando me mudé a mi propia casa. Conseguí unas cuantas cajas en la verdulería, trapos húmedos y un frasco de desinfectante, pues soy muy alérgica a los ácaros, y durante dos días me dediqué a la interminable tarea de limpiar los libros y guardarlos en las cajas, tratando de respetar su clasificación. Mi abuelo permanecía indiferente en la cocina mientras yo batallaba contra diversas especies de insectos y heces de roedor. El tercer día me cansé y arrojé los que faltaban en el baúl del auto. Ya tendría tiempo de acondicionarlos en casa, en mi flamante biblioteca de madera y vidrio que los esperaba a puertas abiertas. Los cuadritos y recuerdos quedaron atrás en su lugar original, algo desorientados por el exceso de espacio. No tenía sentido quitarlos de su hábitat.

Una década después mi abuelo fallecía sin haber preguntado jamás por sus libros. Eventualmente mi extensa biblioteca se transformó en placard de niña y sus integrantes se repartieron entre extraños. Aún conservo a mis clásicos favoritos, que contrastan con el estilo del playroom. A excepción de alguna que otra araña, nadie los ha vuelto a perturbar.

Mi análisis de aficionada dictaminó que la muerte de la biblioteca no fue al momento del desmembramiento de sus partes, sino anterior, cuando perdió el amor de su creador, quien, ojos y mente agotados, se dedicó a jugar apacibles solitarios hasta la llegada de su propia hora.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/honraeglor-42250

10 Comentarios

  1. Yo creo que los libros nunca mueren. Tal vez pese al polvo y a las visitas de ávidas arañas, tengan una nueva vida. Aunque las tapas queden dañadas, el contenido y su esencia sobreviven. Pero tu texto me ha hecho dudar. Un abrazo.

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