jueves, enero 2, 2025
Inicio Blog Página 11

Las focas

5

Conocimos al guía al pie de la montaña, y bajo una improvisada tienda de nylon nos pusimos la malla. El neozelandés, que no portaba bolso, pero tampoco complejos, se quedó en ropa interior. Advertidos de que esa era la única parada con baños -aunque éstos dejaban mucho que desear en términos de higiene- nos dirigimos a la cima. Una escueta fila de rosadas carnes subiendo con lentitud entre la maleza. No éramos lo que se diría un espectáculo de la naturaleza. Arriba, recostados a la sombra como pieles de foca nos aguardaban los trajes de neoprene. Luché para calzarme el asignado a mi nombre, arrepentida de haber mentido con el peso en el formulario. Por suerte el resto del cuerpo fluyó una vez que logré pasar las piernas.

Ya vestidos y con la dignidad intacta escuchamos la explicación del guía, que consistía en el uso de pequeños artefactos de escalada y una breve introducción a señales en caso de problemas. Dos golpecitos en el casco con el puño cerrado indicaban que todo iba bien. También nos advirtió que no debíamos orinar con el traje puesto, pues todo el líquido quedaría atrapado dentro y lo volvería inutilizable. «El que lo hace, se lleva a casa el traje con olor a lobo marino» aclaró. Todos asentimos divertidos.

Animados y listos para la aventura iniciamos el recorrido cuesta abajo. Atravesamos innumerables senderos de agua y roca resbalosa ante añejos árboles, peligrosos peñascos y toboganes de agua naturales, por los que nos deslizamos cual alegres niños. Pronto tuve los pies congelados, a pesar del calzado especial, y los dedos de mis manos apenas se las arreglaban para manipular los objetos de escalada. De todos modos la estaba pasando de maravillas; sólo empañaban el momento mis siempre inoportunas ganas de ir al baño.

Frente a la gran cascada final, por la que bajaríamos a rappel, detuvimos la marcha. De la mochila del guía brotaron viandas que fueron bien recibidas tras horas de ejercicio y frío. Aproveché la ocasión para alejarme en busca de intimidad. Cuesta arriba, en un punto que se me antojó peligroso, pero desértico, me bajé el traje e hice pis apresurada, temiendo no poder volver a subirlo. Afortunadamente el agua helada había enflaquecido mis piernas y no tuve mayores inconvenientes. Me disponía a regresar al grupo, cuando, de entre medio de los árboles, surgió una pareja con una niña. Observé extrañada sus jeans y gorros de sol, los saludé con dos golpes en mi casco y regresé a marcha de pato a mi manada, a quienes ya empezaba a extrañar.

De a saltitos bajamos enganchados de la soga, apoyando los pies en la chorreante pared del peñasco y con la espalda a noventa grados para no quedar colgando. Festejamos la hazaña con té y budines.

Finalmente, bajo la paciente mirada del guía, nos adentramos en el lago azul y helado, donde nos despedimos de nuestra breve pero feliz vida de focas.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/dimshik-58197

En primera fila

7
blog literario

Toda su vida pasó frente a sus ojos. No se trató de una experiencia cercana a la muerte: ninguna superposición de veloces imágenes se filtró alocada para robar un último momento de fama. Fue un proceso largo, lento y gris, que empezó con el avistamiento de sus ojos de caramelo «media hora» en un picnic de primavera.

Años después, aceptando con estoicismo un futuro de inexorable soledad, tomó su lugar en primera fila y la vio entrar a la iglesia: un ángel apenas sonrojado enfundado en blanca seda. Portaba con desenfado el ramo de flores silvestres que le había obsequiado, a sabiendas de que odiaba las rosas. Otro habría huido a lamer sus heridas a los bosques, o a un país lejano donde volvería a empezar bajo otro nombre, pero el sujeto de los ojos húmedos al final del pasillo era justamente su amigo de toda la vida. Su destino sería a su lado. Su rol esa noche: ayudarla con las valijas en el aeropuerto y regresar a su departamento de soltero sin verter una lágrima, con labios anhelantes de miel.

Con el paso del tiempo afianzarían su amistad, lo que lo volvería imprescindible en los momentos más corrientes y rutinarios: cumpleaños, enfermedades, desengaños de la vida matrimonial y laboral, ascensos, madurez. En tres ocasiones vería poco a poco crecer su vientre y otras tres iría al hospital; dos con bombones y osos de felpa, una con el corazón hecho a un lado y dispuesto a ayudar. Dos criaturas que serían su mayor adoración lo llamarían tío por el resto de su vida.

Sería ilusorio creer que no habría momentos tensos: una tarde se hallaban solos en la cocina y sintió tantos deseos de besarla que tuvo que retirarse fingiendo malestar estomacal. En otra ocasión tuvo que emborracharse hasta no sostenerse en pie para no moler a golpes a su amigo, ante la confesión entre copas de que la había engañado con la chica de la oficina. Pero a rasgos generales practicaba el autocontrol y a cambio recibía pequeñas dosis de felicidad, consciente de que su vida pertenecía a otra persona.

Una tarde fresca de abril, la vio enviudar. Para ese entonces los límites de parentesco ya se habían desdibujado junto a cualquier rasgo de juventud de su rostro. Era «el abuelo Juan». El destino le regalaría aún unos pocos pero felices años de caminatas por la plaza y meriendas con mate y facturas antes de quitársela con una enfermedad que la apagaría lentamente. Jamás tuvo un gesto hacia ella que denotara algo más que tierna amistad.

Para el acto final, se sentó a su lado a esperar pacientemente, dándose por primera vez el gusto de acariciarle la mano. Prometió velar por la familia que dejaba atrás. Algún día, serían sus herederos, pues no había tenido hijos propios.

La respuesta de ella fue un susurro tan suave que dudó haberla oído.

—Yo te quería a vos.

No hubo beso de despedida. Tras una vida de espectador, no sabía quererla de otra manera.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Brandon Morgan, en Unsplash.com | CC0

Juegan las niñas

4
blog literario

Risas y cuchicheos infantiles impregnan la casa. Juegan las niñas. Peinan los alambrados cabellos de los ponis; miman a caprichosas muñecas de grandes ojos violetas. Desfilan sobre mis tacos, tocan música con los cacharros de la cocina, crean mundos de imposibles colores con sus lápices. Atan pulseras, recortan castillos, habitan carpas de sábanas y cocinan presuntuosos platos de masa de colores. Cuerpos ágiles corren en puntillas al jardín, donde adoptan insectos, plantan semillas de uvas que olvidarán regar, dibujan animales con tiza. Vuela al ras de mi cabeza una pelota. Huye el perro.

Al verlas, yo también juego. Soy «Ico, el caballito valiente», trotando por el bosque con mi amiga Verónica, que siempre elige ser «Preciosa». Con Laura, revólver de plástico en mano, perseguimos a mis hermanos para arrestarlos. Fabricamos «perfume» con agua y flores con los primos y coleccionamos grillos. También juego sola; armo avioncitos de papel como me enseñó mi abuelo.

Y cuando juego, juega mi mamá. Arrastra a su bebote de plástico, que me resulta algo antiguo y atiende en su consultorio veterinario a rígidos peluches rellenos de Telgopor. Cuenta hasta diez y encuentra a su amiga escondida detrás de un árbol. En el patio del colegio salta la soga, luego huye para que no la toquen, pero tropieza y la alcanzan; es su turno de correr al resto.

En algún lugar ignoto, las abuelas no se quedan afuera. Saltan entre la tierra y el cielo en un solo pie, golpean hermosas canicas, fabrican cometas que no pueden remontar, porque allá arriba no hay viento. Una entre nubes argentinas, la otra entre polacas, corren carreras en bicicleta, dejando fugaces estelas de algodón, como alegres avioncillos acróbatas.

Y pasan las horas, juega el tiempo. Juega con nosotros.

Suena el timbre.

—Tami, ¡te vinieron a buscar!

— ¡Ufa! ¿Me puedo quedar un ratito más?

NATALIA DOÑATE

Imagen: Jamie Taylor, en Unsplash.com | CC0

Tóxica

5

Era una colorida tarde de principios de otoño en el Barrio Chino. Personas de diversos orígenes se entrecruzaban, frenéticas y errantes, mientras hacían y deshacían sus pasos oscilando entre novedosas chucherías, comida étnica, ropa barata y artículos de cocina. El buen humor impregnaba el aire, con toques penetrantes de fritanga, pescado e incienso. Mi estado de ánimo no iba a tono con la situación, pues la dieta me tenía de mal humor y me negaba el placer de comprar un helado palito que sólo se conseguía en ese lugar. Con impaciencia frotaba mis manos vacías de dulzura mientras buscaba algún tipo de placebo.

Entre unas mascarillas de belleza que me producían suspicacia y otros objetos que no supe identificar, se asomaba una modesta cajita beige. Se trataba de unos parches que se colocaban en la planta del pie por las noches para purificar el cuerpo de toxinas. Sin ánimo de cuestionarme la efectividad del producto y ante la clara expresión de mi esposo de «ya nos vamos» me apresuré a pagar un pack de 10.

Esa misma noche los probé. Entre placenteros sueños sentí una cálida luz que subía por mis piernas. Desperté descansada y liviana, aunque las sábanas se estropearon con una sustancia negra y pegajosa. Apresurada, las sumergí en agua con lavandina, agradecida de que mi marido había salido a trotar.

Gratamente sorprendida ante la sensación de bienestar que duró todo el día, me pregunté qué otro uso podría darle a ese producto tan maravilloso. Una sensación de inminente catarro me inclinó a tomar la decisión. Esa noche me puse dos remeras viejas y una gruesa toalla por debajo del cuerpo para no manchar. Un parche fue al pecho y el otro a la espalda, a la misma altura. El resultado fue nefasto: una noche intensa de pesadillas repetitivas que se alternaban con malos recuerdos. Mi corazón daba fuertes golpes de alerta, pero el cuerpo no reaccionaba. Reviví engaños, malos tratos, celos y abandonos temporales seguidos de ramos de flores, pero también soñé con situaciones que no habían ocurrido, aunque parecían probables. Mi marido con la secretaria, con una chica en un bar, unas bragas negras en el auto que desaparecían justo antes de que yo subiera.

Desperté empapada y sedienta. Sin hacer ruido me dirigí al baño, donde una mujer que tardé en reconocer pegó un grito desde el espejo. Mi cabello rubio estaba totalmente negro y por mis mejillas corrían senderos de tierra seca, como si hubiese llorado barro. Todo mi cuerpo estaba enlodado y chorreante. Arrojé la ropa al cesto de basura y me di un largo baño. Al salir me sentía feliz y hermosa, pero aún restaba lavar las sábanas, que seguramente estarían mugrientas.

La habitación seguía a oscuras. Abrí la persiana y mis ojos se posaron en la cama. Por un instante creí que perdía el equilibrio. La sustancia asquerosa cubría cada centímetro del colchón y de las sábanas, y caía lentamente en macizas cascadas formando montículos en el suelo. Totalmente insalvable. Un gran bulto del lado izquierdo señalaba el espacio que ocupaba mi esposo. Levanté con la punta de los dedos el edredón y ahí lo hallé; un Adán de barro sin chispa de vida, con la boca abierta completamente llena de barro. Se había ahogado en mi desahogo.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/semarley-42620

La equilibrista

8
blog literario

Una mente simple la confundiría con una persona común y corriente, que se mareaba más de la cuenta; tanto en movimiento -medios de transporte, ascensores y simuladores- como cuando «escroleaba» con el celular. Pero la raíz de su dolencia era interna. Tenía el alma desbalanceada.

Se apañaba en mantener una armonía superficial oscilando entre los extremos. Hacía unos pocos meses de dieta; luego comía como un perro vagabundo hasta subir tres kilos en una semana. Alternaba días enteros de dispersión con pequeños lapsus de hiperconcentración y creatividad, en los que perdía la noción del entorno y no respondía ni a su propio nombre hasta cumplir el objetivo. Tenía tendencia a aislarse del mundo exterior, pues los ruidos y la estupidez de gente la agobiaban, pero al tiempo se sentía un animal enjaulado y salía, como oso en primavera, a tomar contacto con otros humanos. Para quienes no la conocían en la intimidad, pasaba por el ser más sociable y simpático. Agotada y con dolor de garganta, volvía a la cueva.

Entre cero y cien, picos y valles, blanco y negro, quedaban pequeños cabos sueltos, que ataba con rituales que sólo tenían sentido para ella: un pequeño roce del codo izquierdo contra la pared, cierta presión del vaso de agua por debajo de los labios antes de beber, un ligero pestañeo mirando hacia abajo y a la derecha cuando había un exceso de color blanco en el paisaje. Había evolucionado mucho en ese aspecto; de pequeña daba agudos gritos, o cerraba con intensidad los ojos, ocasionándose dolor de cabeza. Incluso hubo un período en el que se relamió tanto los labios, que le quedaron en carne viva. Su entorno, irreprochable, jamás le hizo sentir que tenía un problema. Ni siquiera los niños del colegio, que suelen ser crueles, se ensañaban con ella. Era parte del «paquete».

Con la edad se volvió perfeccionista y quiso algo más que aparentar. Deseaba auténtica templanza, moderación, autocontrol. Paz. Hizo un listado de objetivos y de los pasos necesarios para alcanzarlos. Ya no haría dieta; comería sano. Haría ejercicio dos veces por semana y otras dos saldría a caminar. Limitaría el uso de la televisión pero también el de los libros. Dejaría el café a la vez que las pastillas para dormir. Saldría de la casa un rato cada día.

Como recordatorio y para darse bríos, pues se manejaba mejor en la novedad, decidió hacerse un tatuaje. Encontró uno que simbolizaba el «aquí y ahora», a través de círculos concéntricos que imitaban la propagación del agua, conocido en inglés como «the ripple effect». Lo ubicó por debajo de la muñeca, para recordar su objetivo cada vez que ejerciera una acción con su mano derecha. Al poco tiempo parte del diseño se aclaró, estropeando el efecto. Era la imperfección misma.

Ella apreció la ironía, y así lo conservó. Desde entonces, cuando pasa por la cocina, se «rasca» esa pequeña molestia mojándose la muñeca bajo el fresco chorro de agua.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/ArminH-48707

Salvaje

0

El corderito balaba y berreaba atado al poste más próximo al corral. La pequeña Saite sabía lo que eso significaba: John y Mikael estaban en camino. Se despidió a la distancia con pena; otra nubecita sin nombre, sonora y desamparada, por la que no podía hacer nada.

El piloto de la avioneta era un hombre socarrón, pero amable. Sus tirantes y colorados pómulos sobresalían por encima de un tupido bigote gris. Durante la cena solía acaparar la atención de los comensales con estrafalarias anécdotas sobre los políticos con los que se codeaba, dada su profesión. Pero ese tipo de gente sólo le servía para «chapear»; su mayor disfrute era salir a cazar charatas en la Polaris, para que Marta, la cocinera, las hiciera en escabeche. Pasaba la estadía, que promediaba las cuatro noches, repartiendo el tiempo entre los pasajeros y los empleados de la casa vecina. Luego retornaba a su vida en Capital, llevando de obsequio a su mujer un tarro de plástico colmado de huevos de gallina de diversos colores y tamaños, deliciosos, pero inviables para una góndola de supermercado.

Los dueños del campo aparecían un par de veces al año, pues los padres de la niña, ambos ingenieros agrónomos, manejaban el lugar con destreza y los mantenían informados de las novedades a través de distintos recursos de Internet. Algún soñador desactualizado se habría sorprendido al saber que en esa rústica casa de dos plantas, cubierta de techo a suelo por oxidados mosquiteros y de estilo puramente funcional, había computadoras, aire acondicionado, incontables latas de gaseosa de primera marca y un dron. El pueblo más cercano quedaba a seis horas de viaje por un camino que hacía dar involuntarios brincos como si se estuviera andando a caballo; por eso la llegada de John y Mikael era todo un acontecimiento. Traían novedades de otras gentes, regalos, comida empaquetada, artefactos tecnológicos, juguetes y ropa para los niños. Pasaban los días descansando, recorriendo sus dominios a caballo -siempre los más viejos y mansos, pues carecían de habilidad para montar- y tomando mate con los deliciosos chipá de Marta.

Una generosa temporada de lluvias había llenado a tope los tajamares y quitado la sombra de preocupación del rostro de los padres. Saite recogió las mejores mandiocas, zanahorias y puerros de la huerta, dispuesta a tentar a los empresarios con algo delicioso que no fuese su mascota, pero su madre la descubrió y la envió a acicalarse y a lavar los platos. El calor era sofocante. Pronto disfrutaría del aire acondicionado, pues tener invitados implicaba dejar el grupo electrógeno encendido día y noche.

No quería parecer interesada, pero se preguntaba si traerían su patineta. Seis meses atrás había mencionado al pasar -pero con lujo de detalles- qué tipo de rodado le gustaría y los trucos que estaba dispuesta a aprender para entretenerlos a la hora de la merienda. Se sentía optimista. Ató su largo cabello en dos prolijas trenzas y se abocó apresurada a sus tareas. Quería terminar a tiempo de ver el aterrizaje.

Un estruendo la sobresaltó. Por pocos segundos reinó el silencio, pero pronto los gritos y corridas indicaron que algo muy grave había ocurrido. A la distancia, una columna de humo inusualmente negro atraía a los humanos y repelía a los animales. Había visto incendios en varias ocasiones, pero nunca tan cerca de la casa. Solían avanzar como una gran pared. Su padre montaba a la topadora -día o noche- rodeando el fuego para robarle el pasto seco que le hacía de combustible. Esto era diferente. Las llaman permanecían en el lugar, alternando aterradores estallidos con bolas de fuego que se expandían en el aire. Por suerte no había una gota de viento; podrían controlarlo con facilidad.

La puerta de su cuarto se abrió y se encontró con el rostro empapado en llanto de la madre. Hizo ademán de abrazarla, pero ella la esquivó y bajó las escaleras a prisa. Decenas de hombres provenientes del monte cabalgaban en dirección al fuego cual jinetes del apocalipsis. Con ingenio se pegó a los árboles para no ser aplastada y avanzó unos pocos metros. Cuando pudo corroborar que nadie más venía, empezó a correr en dirección opuesta, hacia donde la vida campestre continuaba ajena a la desgracia. Corrió y corrió entre carcajadas bajo el sol abrasador, impaciente por liberar a su corderito.

—Te llamaré “Lucky” —le susurró al oído, mientras soltaba la cuerda.

NATALIA DOÑATE

El hombre gris

8

Otra helada mañana de junio en la estación. La bruma subía envolvente desde las vías, como si el mundo bajo tierra fuese una gran morgue -lo cual, pensándolo bien, no era del todo errado. La visibilidad era casi nula a diestra y siniestra, pero con un poco de inventiva podía divisarse un iceberg acercándose lentamente para culminar en una colisión estrepitosa.

El hombre del periódico no tenía imaginación. Hecho un ovillo, con las noticias dolorosamente apretadas contra su pecho, dormitaba recordando unas vacaciones en la playa que habían tardado meses en llegar y lo habían dejado con un sabor amargo en la boca agrietada. Su gran tamaño, sumado a la poblada barba y el gran abrigo imitación piel le daban un aspecto de hombre de montaña que no cuadraba con la ciudad. Quien lo mirara no adivinaría que se trataba de un contador.

El niño de la mochila de Spiderman sentía frío. Saltaba de pie en pie mientras abrazaba a los empujones a la madre, cuyo cuerpo, por causa de tantas telas de por medio, no emitía calor alguno. Dicen que lo primero que capta el ojo humano es el movimiento, y en efecto, una sombra fugaz a su izquierda le hizo olvidar toda molestia.

— ¿Viste eso mamá? —dijo con un hilo de voz.

La madre no se inmutó. La sacudió con fuerzas.

—Mamá. ¡Mamá! ¡Alguien se cayó a las vías!

La madre lo miró, apenas preocupada.

— ¿Estás seguro, amor? Yo no escuché nada, y además sería raro caerse así como así.

Un grito desesperado le hizo cambiar de parecer al instante. Allí abajo había una mujer.

— ¿Se encuentra bien?

— ¡El tren! ¡Por el amor de Dios sáquenme de acá!

Su madre caminó con precaución bordeando el andén. Buscaba a la dueña de la voz.

— ¡Siga hablando! ¡No se calle!

Finalmente, dio con ella. Una mano blanca con un anillo dorado surgía de entre la niebla negándose a aceptar su destino. Por pocos segundos el tiempo se detuvo, pero la madre tuvo una idea. Unió rápidamente las bufandas con un fuerte nudo y ató un extremo a una columna y el otro a su cintura. Asegurada ante una eventual pérdida del equilibrio, estiró los brazos hacia la implorante dueña de la mano y logró subirla con algo de esfuerzo. Era pequeña y delgada y su frente estaba manchada de sangre, pero a rasgos generales estaba bien.

Se abrazaron y lloraron. Luego, ante alguna señal invisible, se giraron hacia el niño y lo cubrieron de besos por toda la cara.

El sonido de una bocina lejana les indicó que era ya hora de seguir con sus vidas. El hombre del diario se incorporó aturdido, revelando una altura de aproximadamente dos metros y, resignado ante la perspectiva de otro día tedioso, se perdió en el interior del tren, donde dormiría por otros cuarenta minutos.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://wallhere.com/es/wallpaper/664384

La fiesta del fin del mundo

4

Vestía pollera larga, camisa psicodélica con el símbolo de la paz en azul y rojo, collares varios y grandes aros. El cabello peinado en alto la hacía ver mayor, aunque debo reconocer que mi apreciación era parcial. Detestaba todo cambio de look que la alejara de su imagen de «mi mamá». Yo me disfracé de Batman.

La cochera se había transformado en un salón de fiestas. Guirnaldas, globos, música a todo volumen y luces de colores que formaban danzantes estrellas en las columnas de cemento. Los habitantes del edificio habían colaborado con lo que podían, pero lo más importante era el estado de ánimo. Los adultos estaban desaforados; se abrazaban, gritaban, saltaban. Bailamos y comimos por horas.

Hubo momentos extraños. Ante la mirada atónita de sus hijos y esposas, Don Raúl besó en los labios a Don Carlos. La del 5to C, cuyo nombre no recuerdo, se paseaba de un lado al otro regalando sonrisas en su atuendo de odalisca. Ni una vez pidió que bajasen el volumen, como solía hacer.

Mamá sólo tenía ojos para mí. Me daba vueltas en el aire, me abrazaba y preguntaba constantemente si me estaba divirtiendo. Yo advertía una sombra en su semblante que no lograba definir.

En algún momento después del baile en trencito, un señor creyó que sería buena idea desvestirse y el resto se sumó. Ella me alzó y me cubrió los ojos. Fue la señal de que la fiesta se había terminado para nosotros.

De regreso en el departamento, supuse que me mandaría directo a la cama. Pero me equivocaba. Jugamos videojuegos y luego me leyó un cuento. Las paredes retumbaban por la música de abajo y se oían gritos de pelea en la calle. No me permitió mirar por la ventana. Me dormí en su regazo, sumido en tiernas caricias. Era lunes.

Desperté en la misma posición, con su mano dormida aplastando mi cabeza. La sacudí con fuerza pensando que llegaría tarde al colegio. Me miró confundida y negó tristemente con la cabeza.

Fue una semana extraña; de pocas palabras y mucha televisión. Atravesamos una pequeña gripe sin llamar al médico y varios cortes de luz y de agua. Con el pasar de los días los tiros en la calle se hicieron más esporádicos. No recuerdo el momento exacto en que las cosas volvieron a la normalidad, pero sí que el evento en la cochera y las circunstancias que lo rodeaban pasaron a ser un tema prohibido.

A la fecha, los vecinos carraspean incómodos cuando se cruzan en el ascensor. A mi manera, yo también perdí el gusto por las fiestas, que desde entonces asocio en mi mente con el recuerdo de los ojos tristes y desamparados de mi madre.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Bruno Ramos | CC BY-SA 4.0

El idioma de la naturaleza

6
blog literario

            Vivo en un barrio sereno y sencillo, donde los extraños se saludan por la calle ante la mirada soñolienta de las parejitas de búhos y las medianeras consisten en hileras de bajos arbustos. Cada tanto se cruza una liebre, aunque estos avistamientos se vuelven más esporádicos a medida que avanzan las edificaciones. La distancia con la ciudad incita a los proveedores a visitar a varios clientes en un mismo viaje. Los martes suelen ser días de jardinería. Por unas horas, el sonido de perros y aves queda sofocado por el ruido blanco de todo tipo de maquinarias a motor: cortadoras de cuatro ruedas, pequeños tractores, desmalezadoras y sopladoras. El olor a césped herido inunda los sentidos y compensa con creces cualquier molestia ocasionada.

Esa mañana, mientras los jardineros trabajaban animosamente en casa, yo me distraía en las redes sociales. No podía concentrarme en nada más complejo por el momento. Así fue que me enteré de que el domingo había sido “El día π”. Una frase conocida de Isaac Newton prometía comprender la naturaleza y el pensamiento de Dios a través de ese número. Me pareció interesante, pero también me sentí inculta; apenas podía recordar para qué se usaba en matemáticas.

Estaba por desestimar el tema, cuando, entre todos los trinos y píos que provenían del exterior, surgió un “pi” notoriamente claro. ¿Sería una señal? ¿Era la naturaleza misma, hablándome a través del número sagrado? Me asomé al jardín con curiosidad. Se trataba de un tero. Parecía furioso. Otro de su especie, en un estado de ánimo similar, sobrevolaba enloquecido las cabezas de los jardineros. Seguramente era su pareja, ya que solían manejarse de a dos. Dos.

“Dos por π por radio”. Claro, el cálculo de la circunferencia. Podría usarlo, por ejemplo, para saber el tamaño de mis platos. O más interesante aún, para calcular el área de pasto que cortaba la bordeadora. Aunque ésa era la otra función: “radio al cuadrado por π”. Entonces, si el largo de la tanza era, por ejemplo, de 20 cm, el resultado…

El golpe seco me sobresaltó. Una sustancia pegajosa salpicó los vidrios de la puerta y las botas de los hombres. Éstos, acostumbrados a dar con todo tipo de sorpresas con la máquina, no le dieron la más mínima importancia. Al menos no era caca de perro.

Los teros, tras ver a su amado huevo hecho omelette, se retiraron sin decir ni “pi”. No tenía sentido malgastar palabras en humanos.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.ngenespanol.com/

Día del padre

1

—Estamos acá, papá.

La voz arrasó como un viento seco, devorando pastos y montañas y dejando un surco negro que se perdía en el horizonte. Los pájaros volaron aterrorizados de las copas de los árboles turquesa en dirección al sol. Varios cayeron envueltos en llamas. Pero no olía a quemado, sino a perfume infantil. Esta vez era cierto.

Un leve calor en su palma izquierda le advirtió de la presencia del sapito. Era rosado y parpadeaba con ternura, pero lo mismo daba. Lo arrojó con desdén al mendigo del parche en el ojo, quien lo tragó sin masticar y lanzó un sonoro eructo. De sus labios amoratados surgieron burbujas con pequeños ojos que se explotaban al cerrarse.

Él volaba siguiendo el rastro. Cuando éste desapareció, siguió el eco. Atravesó bosques frondosos y pateó serpientes que se enroscaban en sus piernas para hacerlo caer. No les temía; había pasado horas envuelto en ellas sin que nada ocurriese, salvo un leve mareo. Finalmente llegó al peñasco. Era tan alto que apenas se divisaba el fondo, pero enfocó la mirada y se encontró con la escena familiar.

Al lado del mar había una gran cama celeste, en la que él yacía dormido. Las olas golpeaban con suavidad las patas de madera y empapaban una parte de la sábana que se hallaba caída a un lado. La enfermera con cola de dinosaurio ajustaba el suero mientras que un niño y una niña, perfectos, reales, carnosos, pero más que nada, suyos, le hablaban con cariño.

—Estamos acá, papá.

Quiso gritarles que lo sabía, pero ya había fallado esa técnica. Sabía que se quedaría sin voz. «Voy a saltar«, pensó. Tomó carrera y, como en un sueño, cayó: volando, girando como un trompo, en picada, rebotando, y finalmente, en cámara lenta. Abrió los ojos mareado. Olía a hospital.

—¡Papi! Sus brazos se llenaron de suaves mejillas y cabellos con aroma a miel. Tomó sus rostros entre sus manos y se alegró al ver que no había pasado tanto tiempo. La pequeña aún tenía el huequito del último diente que había perdido. El niño, algo mayor que la hermana, contenía con esfuerzo las lágrimas. La enfermera salió corriendo, como ocurría en las películas, probablemente en busca del doctor.

Horas después se hallaba incorporado en la cama, recuperándose de una pequeña siesta. Los niños dormían a su lado, a pesar de haber pasado el horario de visita. Se preguntó dónde estaría su mujer. Una señora de mediana edad con delantal y cofia le acercó una bandeja con la cena. No sentía hambre, pero debía empezar a utilizar su estómago de a poco.

—Intente comer de a pequeñas porciones, señor. A ver cómo le cae.

Levantó la tapa de metal deseando encontrarse con algo sabroso, pero sólo vio al sapito. Se había tornado plateado y se veía furioso sin sus ojos. Arrojó la bandeja al suelo y gritó y lloró sin lágrimas y abrazó a los muñecos de felpa que dormían a su lado. Ni siquiera se parecían a sus hijos; tenían pelo de lana y botones en lugar de ojos. Por debajo de la puerta de la habitación, se empezó a filtrar el agua del mar.

Jamás saldría de ese maldito mundo. Algún día, su vida se apagaría sin aviso, en ese paisaje de sinsentidos, donde nadie lo escucharía gritar. Sólo le quedaba desear que fuese pronto.

En la entrada de un sanatorio especializado en cuidados paliativos, un hombre y una mujer se despedían. Había sido una visita estándar sin expectativas. No lo desconectaron porque aún tenía ese leve temblor en la muñeca cuando escuchaba sus voces, aunque los médicos insistían en que era pura casualidad. Por otro lado, hubiese sido de mal gusto hacerlo justo el día del padre.

—¿Ya no nos vemos hasta Navidad, no? —preguntó él.

—Sí, pero no cuentes conmigo para Año Nuevo. Lo pasamos con la familia de Javier.

—Ajá. ¿Te pasa algo?

—Estoy un poco preocupada, nomás. En una semana me voy de viaje a Europa y aún no consigo quién me venga a regar las plantas.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Viktor Hanacek