Espejo roto

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Habita en mi casa una extraña criatura. Apareció una tarde fresca de agosto, invitación -que no recuerdo haberle extendido- en mano. Se veía bastante inofensiva y standard: rosada, tibia, fácilmente confundible con otros de su especie. Adorable, sí.

Con el paso de los meses fue mutando. Lo noté paulatinamente, en pequeños detalles como la forma de tomar el tenedor, el gusto exagerado por las cerezas o la capacidad de reír en medio de un ataque de llanto. Luego vinieron las expresiones faciales más específicas: la nariz arrugada al enojarse, la mueca suspicaz. Una mañana me encontré desayunando codo a codo con una réplica de mi brazo en talle small.

El problema siguió escalando en la medida en que ella se perfeccionaba cada vez más (sólo en el arte de la imitación, pues nada se aleja más de la perfección que parecerse a mí). Pasó a tener mi voz, mi entonación. Incluso mis pertenencias. Le gustaba robarme pequeños objetos, como collares y pañuelos y los guardaba en una cartera de plástico que arrastraba por toda la casa. Si me veía cosiendo, tomaba su costurero y se ponía a fabricar vestidos para sus muñecas.

Llegó el momento en el que se volvió mamá. Mi mamá. Me cubría amorosamente con una manta -así fuese pleno verano- y yo despertaba de mi siesta en el sillón hecha una sopa. Apoyaba pañuelos fríos en mi frente cuando me daba fiebre y se acostaba a mi lado a acariciarme con delicadeza la espalda. Peinaba mi cabello por las noches, y yo el suyo.

Éramos felices, hasta que cometí un grave error.

Volvía de hacer las compras cuando noté que no había clientes en la peluquería. Un milagro de viernes. Entré impulsivamente y pedí flequillo y reflejos. Cuando llegué a casa, la criatura jugaba a festejar el cumpleaños de uno de sus osos de peluche. Alzó la vista, totalmente desprevenida y se encontró con mi nuevo look. Aún puedo oír su chillido desgarrador. Creo que le rompí el corazón.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Katherine Evans

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