Una polvareda amarronada se abría camino en dirección al este. Ladridos de los más variados tonos e intensidades convergieron en la tranquera otrora desierta. Juan hizo a un lado el tractor, que manejaba a la perfección a pesar de ser menor de edad y corrió a lavarse las manos y la cara.
Las visitas descendieron de un Mercedes Benz que parecía diseñado por la NASA. La estrella plateada de tres puntas estaba por primera vez al alcance de sus dedos, pero se frenó al recordar que los dueños de los vehículos de alta gama no invertían una fortuna para ver a sus joyas mancilladas por huellas digitales campesinas.
Una pequeña niña rubia descendió de la nave. Llevaba un vestido rosa claro y una gorra visera haciendo juego. El hermano vestía una remera negra con el logo de una banda de rock y un par de jeans oscuros que sostenía por debajo del ombligo con un cinturón de tachas. Una pequeña argolla plateada brillaba en su oreja izquierda. El tío apenas interrumpió su llamado por celular para despedirse de los hijos y alcanzarle una caja muy coqueta con una pequeñísima torta en su interior. Explicó que estaba con problemas en el trabajo pero que regresaría para la hora de la merienda y, si se animaba, le permitiría manejar el coche nuevo.
Tras ver cómo se alejaba su padre, dos rostros desamparados giraron al unísono y lo encararon en silencio, sacándolo del trance de madera y cuero en el que se hallaba. Su madre solía recibir visitas, pero éstas habían llegado temprano y ella estaba aún en la ducha.
—Bienvenidos al campo —dijo con una leve reverencia —yo soy Juan.
Ana y Matías se encogieron de hombros.
—Ya sabíamos eso, somos parientes.
Se sintió un imbécil. Por suerte Bob y Terry rompieron el hielo a fuerza de lengüetazos y empujones y para cuando terminaron de darles la bienvenida, los forasteros ya tenían un look más campestre y una sonrisa relajada. Los invitó a conocer su cuarto y pronto los adultos acudieron al rescate.
Después de un asado cuyas sobras comería gustosamente por varios días, se sintió confiado y llevó a los niños de ciudad a un recorrido por la granja. Apenas miraron de reojo la huerta y las maquinarias, pero quedaron fascinados al ver a los animales. Les enseño a alimentar a los cerdos y a ordeñar a Jacinta, aunque ninguno quiso probar la leche, a pesar de que les aseguró que era un manjar comparada con el agua sucia que vendían en el supermercado.
Luego, con seriedad, les explicó que se adentrarían en el corral de una cabrita bebé, que apenas dos días atrás no formaba parte de este mundo. Debían ser cuidadosos. Con el pecho henchido de orgullo les detalló cómo él mismo la había ayudado a salir y disfrutó al ver la admiración agrandar sus ojos. La acariciaron con ternura y Ana la cubrió de besos en la frente. Matías tomaba fotos con un smartphone enorme.
— ¡Última parada, las gallinas!— anunció entusiasmado.
Pensó en enseñarles a recolectar huevos y como broche de oro, cocinarlos para la merienda. Era un buen anfitrión, después de todo. Les señaló la entrada al corral y los invitó a pasar mientras iba en busca de una canasta.
Los hermanos miraron con desagrado el suelo alfombrado de excrementos, pero pronto descubrieron un espacio anexo donde se encontraban los pollitos. Decenas de bebés amarillos cubiertos de pelusa que se acercaban a sus manos en busca de calor. Eran adorables.
Cuando Juan regresó se encontró con una masacre. Ana arrastraba un pollito como si se tratase de un auto de juguete, su panza pelada de plumas por el brusco roce contra el suelo. Matías filmaba a otro con una mano mientras lo arrojaba en un intento estúpido de enseñarle a volar. En derredor, pequeños padecientes se tambaleaban como ebrios, algunos con las alas rotas, otros desplumados. Muchos no vivirían. Apenas atinó a decirle a sus confundidos primos que emprendiesen el regreso por su cuenta. No podía ni mirarlos.
Los ladridos de los perros y la columna de polvo le indicaron que ya era seguro regresar a la casa. Quería probar la torta.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/mereman-61536
El campo y la ciudad, uno de tantos antagonismos que, como las líneas paralelas, nunca se encuentran. Así nos va!.
No saben lo que se pierden los niños de ciudad por mucho Mercedes y parafernalia que lleven. El campo es la vida misma. Es ver nacer y ver crecer la vida. Un saludo amiga.
Toda la razón. Saludos y gracias por leer y comentar
Muy bueno. Medios crueles estos niños citadinos. El protagonista muy noble, como suele ser la gente del campo. Quizás la ciudad nos hace perder un poco eso… ¡Saludos!