Una pequeña cola rosada escabulléndose tras el mueble del televisor tuvo más repercusión en su cerebro de lo que hubiese tenido una sesión de electroshock. Miró asqueada en derredor y tras el paso lógico de llamar al fumigador, decidió que era hora de una limpieza profunda.
Comenzó por el dormitorio, pues la idea de haber compartido sueños y pesadillas con esas criaturas peludas de ojitos amables era más de lo que podía tolerar. Efectivamente, encontró heces duras que atestiguaban que su cuarto había sido cuna de toda una civilización de roedores. Los habitantes habían perecido, como le aseguró una y otra vez el verdugo contratado a tal fin, pero la limpieza estaba a cargo de ella. Vació cajones, desnudó perchas y se preguntó cómo había cupido esa montaña inescalable de ropa en su pequeño placard. Pero fue cuando tomó en sus manos una camisa de seda fucsia con hombreras, que se prometió que nunca más se iba a dejar estar así.
Conservó unas pocas prendas que usaba a menudo y fue obsequiada con un gran “gracias” por parte de la ONG donde dejó los donativos. Redobló esfuerzos en tirar, regalar y limpiar. Al poco tiempo su casa era digna de una revista de minimalismo. Los granitos de arroz negro que habían dejado las ratas ahora se le antojaban pequeñas reliquias, pues escaseaban y al limpiarlos sabía que era la última vez que los vería. Apestaba a lavandina y eso le gustaba.
Dudaba una tarde entre dejar el espacio de la biblioteca para adornos o simplemente deshacerse del mueble entero, cuando una pequeña lucecita oculta en un rincón abrió sus alas y se posó en su frente. Poesía. Se quedaría con los libros de poesía. Varias luces la acompañaron esa semana. Circulaban libres por la casa y le acercaban bellos mensajes.
Un domingo de lluvia notó una sombra opaca, como un insecto muerto flotando en el café con leche.
“Una taza sola para una mujer sola”.
Arrojó el líquido por la pileta y salió a caminar. Volvió empapada con un reluciente juego de desayuno para seis personas-posibles-visitas. Y dos paraguas por las dudas.
Con un nuevo y colorido almohadón de seda asfixió a una mancha del sillón que se jactaba de que sólo ella y nadie más la vería. Pero los problemas aumentaron. Pensamientos oscuros se arrastraban por la casa sin que nada los frenase y dejaban huevos por doquier.
Tapó rejillas y colocó algunos objetos para espantarlos. Un atrapa sueños en el dormitorio, adornos alegres en los muebles, velas y sahumerios, ropa para salir por si tenía una cita, maquillaje por la misma razón, una bicicleta fija, pesitas y bandas, la vaporera de la publinota para comer más verduras, una olla extra grande por si venían sus hijos y nietos a comer pastas. Juguetes para niños “¿usaban juguetes aún?”. Por la dudas, una Playstation.
Se encontraba unos meses más tarde apretujando sus nuevas botas dentro del atestado placard cuando lo vio. Un granito negro de arroz.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/irinasan-61747
Nadie está solo, diría un cantante local que compone en inglés.
Sabés que los chicos, cuando los dejan ser chicos, se ponen muy contentos de recibir un juguete y entretenerse con él un rato.
Muy lindos tus cuentos.
Un abrazo.
WOW. Gracias por darme buenos momentos de lectura. Me vuela la imaginación.
Buenísimo como todos tus cuentos, lo disfruté mucho… ¡Saludos!