miércoles, diciembre 25, 2024
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Piso 77

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blog literario

La recepcionista del restaurante movía los labios a destiempo, como en una película de bajo presupuesto. Desistí de almorzar el plato del día: «SALMÓN ROSADO CON PEDO AL VAPOR», escrito en la pizarra con tiza espástica, lo que me ahorró la insufrible hora pico del ascensor. Una vez a solas con mi reflejo, presioné el número uno y observé cómo las puertas de chapa aguillotinaban a los comensales de las mesas lejanas. Segundos después, los vomitó con un pitido que tomé personal.

—Ya estás en el primer piso, idiota. Tu destino es la planta baja.

Con ojos de liebre vi cómo el cero permanecía impasible ante la presión. Mi jaula, aprovechando el momento de indecisión, había cerrado sus puertas y ascendía con parsimonia. Opté por armarme de paciencia y pasear hasta el piso cinco, o como mucho, el ocho, pues se trataba de un edificio industrial, más ancho que alto. Pasado el piso treinta y cinco el ascensor, atizado por las espuelas de mi propio corazón, comenzó a ganar velocidad. Parpadeé el cuarenta y dos ya sin saber a qué atenerme. En mi vida había estado tan alto. Boqueaba con dificultad cuando alcanzamos el 77 y el aparato se frenó con la elasticidad de un chicle. El telón de chapa reveló que no había nadie esperando en la parada. Odié profundamente a nadie.

En un metro cuadrado de segundos desesperados, asomé la cabeza. Una anciana que ostentaba carácter se erigía tras la recepción de lo que supuse un estudio contable. Masticaba una medialuna seca.

—¿Podría ayudarme a bajar? —le rogué—. Me arde el pecho.

—Pero… ¡Tocá el botón! —respondió ésta, como si se tratara de la tarea más simple del mundo.

Me concentré en el tablero infinito que, paradójicamente, no incluía la idea de una planta baja. Se destacaba, por su marginalidad, un botón rojo y redondo, que presioné con la ilusión de una charla con el asistente técnico. El error me hizo comprender que todas las opciones conducían hacia el mismo sitio. Entonces, el puño de hierro me apretó con fuerza y seguimos, fundidos en uno, el largo camino cuesta arriba.

Y les advierto que es mentira. Es mentira que ya no importa.     

NATALIA DOÑATE

Entrevista en Libros sin Tiempo

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Estimados, les comparto la entrevista que tuve en Radio con Vos el miércoles (2da parte del programa). Eso raro que se escucha en mi voz es… puro terror!! Pero bueno, prueba superada, espero que les guste!!

(Los de la foto son los conductores, Nuria y Luis, ya que fue una entrevista telefónica)

Pangea

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El colosal bloque de nubes, que todo lo abarcaba, se disipó en islotes de espuma. Fue el final de Pangea. Velamos durante dos días a su cordillera de montañas grises, al deshielo que se evaporó de camino a nuestras frentes febriles. Necesitábamos de la lluvia para poder dormir.

Los peces alados trazaron una flecha de carbonilla en dirección al norte. La desilusión, que ardía aun sin leña, nos aconsejó ignorarlos. Desde entonces, el único mapa que leemos es el de las grietas de la tierra.  

No hemos vuelto a sentir sed.

NATALIA DOÑATE

Mortales

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Podría habernos escrito tal y como estábamos ahora.

Desde un futuro libre del peso de la incertidumbre, devoro una manzana hasta el hueso. Su interior sabe a tierra y podredumbre. De haber registrado el ayer, hoy sería como si te estuviera viendo. Con andar sigiloso te acercás al gato de tu infancia, que yace desmantelado sobre un cajón de madera. Tus labios de quince años besan su duermevela y enhiestan sus orejas. Simulo desinterés en una reposera vacía, en la danza intermitente de los sauces.

Poco faltaba para que regresaran los demás.

El celular resulta menos amenazante cuando se lo decora con monedas y caracoles. Confío en que el día en que éste suene, lo haga en mi honor. Yo ya entendí que los textos que borro valen lo mismo que los que guardo. Al fin y al cabo, todos hablan de nosotros. Quizás si nos hubiera escrito con más detalle (la ternura incalculable, la perspicacia sin maldad) habríamos sido eternos.

Pero sonó el timbre.

Elegí el relato a medias, el sabor a olvido de aquella tarde veraniega.

NATALIA DOÑATE

Metáforas rotas

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Los cerebros empañados no se arreglan con colirio. El rosal de la entrada debió de abrir su regalo fucsia ayer, a la sombra. Veo pasar el envoltorio arrugado, rodando sobre el viento. La corona virgen, aunque oxidada, todavía se aferra a la esperanza de un florero.

En este lado del paraíso, donde los espejos pierden el poder de reflejar objetividades y la recta más asertiva enturbia su caudal, una mesa pesa lo mismo que una amistad. La idea de mi gato se eleva en blanco y negro por encima de la parrilla y atrapa a una chicharra de pelusa, a una siesta de verano. El corazón se expande cuando la mente late. Ato las abstracciones en el aire, con frescas hebras de pasto que se partirán al descender. Me temo que las piezas se acomodan en forma diferente, según la pantalla en la que se las mire.

Ahora que el ibuprofeno entra en acción y la niebla se disipa, me pregunto:

¿Estarás viendo lo mismo que yo?

NATALIA DOÑATE

Pececillo de plata

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Voy de camino al centro por el lomo de un pececillo de plata. Sus escamas opacas espejan la luz a medias, emulando una estela de rocío.

Mi coche, bien alimentado a base de nafta, se entretiene masticando flechas gordas y blancas que luego escupe, desahuciadas, tras sus ruedas. Una niebla amarilla y densa aletea en torno a las pocas ventanas que permanecen encendidas. Cada tanto se apaga un foco y el agujero negro naciente succiona todos los colores en derredor.

El cartel publicitario me urge a comer jamón. Ostenta humildad una iglesia.

Los ángeles que cabecean en mi retrovisor pasan de largo sin persignarse. Ellos son la melancolía y el antídoto; una tira de bombillas navideñas que parpadean, perplejas, desde un balcón desolado.

NATALIA DOÑATE

Puntos suspensivos suspensivos

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Puntos supensivos suspensivos (..). La repetición suena a error. La ausencia, a descuido. Bien lo sabe el corrector de Word, que apura una oferta salvadora:

—Un módico click y los mando a dormir con los peces.

Elijo redoblar la apuesta.

—Café café —canta mi teclado cual tambor de guerra (gracias, Ariel, por eso).

El programa pisa el palito y subraya la segunda palabra. Se lleva «Sustantivos adjetivados» a marzo.

Ya era tiempo de soñar un poco. Con el sol invocando espejismos en su ouija de chapa, el aire se vuelve rancio. Aprender a volar bajo techo es cuestión de vida o muerte. Hoy, sin ir más lejos, probé hacerlo en la ducha. Atrapé un problema que casqué hasta sacar esta idea: los puntos suspensivos son para las gotas que caen por los azulejos, pero no aplican a las que se atascan en la mampara. Éstas merecen una puntación acorde.

Lo dije y se desató la tormenta. Afuera cae el agua, recta y filosa, como largos signos de admiración. La mayoría repudia mi pequeño acto de rebeldía, aunque unas pocas me felicitan e incluso, me llaman.

—¡Traé tus ideas! ¡Nos juntamos en el lago!

Les arrojo un punto solitario que les ofende. No comprenden..

Los puntos suspensivos supensivos me están ayudando con la vida. Resuelven paradojas, como la de aquella amistad que no se terminó y que tampoco continuará. Son la sal de la gota evaporada, aunque versátiles, pues rebosan de libertad. Sin ir más lejos, usted está leyendo mi texto, completamente desprevenido. De pronto, yo le arrojo una pelota, mi signo nuevo (..). Tiene dos opciones: borrar un punto y dar la conversación por terminada (punto final) o sumar su puntito de arena y seguirme el juego…

Aquí lo espero..

NATALIA DOÑATE

Expansión térmica

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El falso pimiento enclenque y su escudero, un limonero paticorto pero dadivoso, se cocían a fuego lento en los dominios de la primavera madura. Silbaba como pava el primer grillo cuando el jazmín, ya incapaz de contener la presión acumulada, explotó en su maceta de cemento alisado. Los humanos no nos dimos por aludidos. El aire acondicionado de la piecita, que jadeaba tibieza, amortiguó sus “POP, POP, POP” de pochoclo.

El vacío que le siguió solapó a dos nubes alfa que, irascibles, chocaron sus cabezas hasta matarse. La temperatura descendió quince grados. Los vientos frescos, que ya habían emigrado al norte, regresaron a pastar lluvia. De las cuarenta flores que encontramos, temblando en sudor frío, sólo ajusticiamos a veinte. Nos pareció correcto ir a medias con la planta, a la que siempre cuidamos con esmero.

Hoy nuestra parte del botín amarillea, como las páginas de un libro, en grupos de cuatro en cuatro. De tanto inhalar y exhalar jazmín la saliva nos sabe a almíbar. La fiesta terminó y yo me sigo tiñendo las canas. Veinte flores indultadas yacen desplumadas sobre el césped. El jueves, si los huesos no se oponen, recogeremos las compoteras de porcelana.

No se divisa un capullo. El jardín vuelve a ser verde.

NATALIA DOÑATE

La azotea

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Las baldosas de la azotea estaban partidas pero unidas, como las primeras coquitas del paquete. No había una superficie reflectante dispuesta a darle tregua. Sin levantar la vista, pues anticipaba otra migraña, se sentó en el escalón que hacía de barda para las duchas exteriores. A unos quince metros, una chica hablaba por celular con los pies remojados en la pileta. Bien podría haber estado en Marte. Su voz era interceptada por los ruidos lejanos de la ciudad y traspuesta a un gorjeo de gorriones.

El edificio se encontraba terriblemente descuidado. Sería difícil vender el departamento en esas condiciones. Incluso su pedacito de cielo, de dos metros cuadrados, necesitaba revoque. La última administración había volado las amplias gradas de madera, ideales para sentarse a tomar mate, sin molestarse en remover el esqueleto de fierros celestes que las sostenía. Sobre éste yacían cuatro macetas de cemento alisado con cóleos y sansevierias. El mejor antídoto contra la esperanza.

Quiso quedarse un rato más, pero el sol se colaba por el morley de su palazzo negro, quemándole las rodillas. Se dirigió al cartelito verde de salida. La puerta se cerró suavemente tras ella, dejándola a oscuras en las escaleras de servicio. De los hachazos que recibió, sólo le dolieron los primeros dos. Con el cuello roto apuntando hacia los pies, comprobó que al techo le faltaba la membrana. Eso explicaba muchas cosas. La chica de la pileta juntaba sus bártulos, dispuesta a retirarse. Le gritó que mejor aprovechara el día, que se diera una zambullida en el agua fresca. La vio bajar la cabeza y apretarse las sienes. Sin proponérselo, le había ocasionado una migraña.  

NATALIA DOÑATE

Un novio empático

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Clarita nunca discutía. Y no lo haría esa vez. Vista de refilón -su nariz redondita, la sonrisa amena y pálida- resultaba tan amenazante como un gazapo. Sin embargo, él se sintió desfallecer.

—¿Acaso te ofendí? —Jadeó, aferrándose a la palanca de cambios.

—Para nada, cariño —rio ella. Avaló la declaración de paz con un golpecito cariñoso en el brazo.

El castigo, no carente de ingenio, llegó en tiempo y forma. Cuando se detuvieron a cargar nafta y él corrió a comprar los chocolates que le había negado en la parada anterior, un murciélago salió de la nada para hincarle los dientes, justo en el punto donde ella lo había tocado.

—Deberías hacértelo ver —le oyó decir, visiblemente preocupada—. A ver si encima te da rabia.

—Entiendo —respondió él. Y no mentía. Su novia no estaba ofendida, sino rabiosa. Se ganaría el indulto a fuerza de inmunoglobulina y vacunas.

Pese a las «casualidades», como ambos las llamaban, se amaban. Habría caído en coma por negarse a hacerle un té. Su hechicera se saltaba las leyes de la física y la lógica, pero jamás la del talión. El día en que su padre falleció, sólo por regalarle flores baratas en San Valentín, decidió que había tenido suficientes accidentes.

—Quiero que cortemos —admitió ante sus ojos café y un sorprendido tiramisú. El ardor instantáneo en el pecho le supo a infarto.

Ella parecía confundida. Quiso ayudarla.

—Te rompí el corazón. Por eso estás rompiendo el mío.

El entendimiento iluminó sus pupilas.

—Oh, ya veo. Gracias, cariño —respondió, tomándole las manos—. ¡Cómo echaré de menos tu empatía!

NATALIA DOÑATE