La recepcionista del restaurante movía los labios a destiempo, como en una película de bajo presupuesto. Desistí de almorzar el plato del día: «SALMÓN ROSADO CON PEDO AL VAPOR», escrito en la pizarra con tiza espástica, lo que me ahorró la insufrible hora pico del ascensor. Una vez a solas con mi reflejo, presioné el número uno y observé cómo las puertas de chapa aguillotinaban a los comensales de las mesas lejanas. Segundos después, los vomitó con un pitido que tomé personal.
—Ya estás en el primer piso, idiota. Tu destino es la planta baja.
Con ojos de liebre vi cómo el cero permanecía impasible ante la presión. Mi jaula, aprovechando el momento de indecisión, había cerrado sus puertas y ascendía con parsimonia. Opté por armarme de paciencia y pasear hasta el piso cinco, o como mucho, el ocho, pues se trataba de un edificio industrial, más ancho que alto. Pasado el piso treinta y cinco el ascensor, atizado por las espuelas de mi propio corazón, comenzó a ganar velocidad. Parpadeé el cuarenta y dos ya sin saber a qué atenerme. En mi vida había estado tan alto. Boqueaba con dificultad cuando alcanzamos el 77 y el aparato se frenó con la elasticidad de un chicle. El telón de chapa reveló que no había nadie esperando en la parada. Odié profundamente a nadie.
En un metro cuadrado de segundos desesperados, asomé la cabeza. Una anciana que ostentaba carácter se erigía tras la recepción de lo que supuse un estudio contable. Masticaba una medialuna seca.
—¿Podría ayudarme a bajar? —le rogué—. Me arde el pecho.
—Pero… ¡Tocá el botón! —respondió ésta, como si se tratara de la tarea más simple del mundo.
Me concentré en el tablero infinito que, paradójicamente, no incluía la idea de una planta baja. Se destacaba, por su marginalidad, un botón rojo y redondo, que presioné con la ilusión de una charla con el asistente técnico. El error me hizo comprender que todas las opciones conducían hacia el mismo sitio. Entonces, el puño de hierro me apretó con fuerza y seguimos, fundidos en uno, el largo camino cuesta arriba.
Y les advierto que es mentira. Es mentira que ya no importa.
NATALIA DOÑATE