miércoles, diciembre 25, 2024
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Navidad

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Algo falla acá. Pero no es la mesa. O al menos, creo que no es la mesa. Es difícil darse cuenta sin el mantel bordado que me robaron.

Lo sé, Maruja, lo sé, no acusar sin saber.

¡Y toda esta gente! Me pregunto quiénes son. La muchacha de minifalda brillosa pide fuego a un grupo de jóvenes. Algo habrá dicho, porque ríen. Se supone que esto es un evento familiar.

Por suerte acá está Juana, siempre a mi lado, con mi nieta Clarita. Parece que tuvo un problema con el marido, porque vino sola y tiene la nariz colorada. Desde pequeña se le pone así al llorar, pobrecita. Cree que no me doy cuenta. En mi época, los matrimonios eran para siempre. 

Maruja sirviendo la ensalada rusa en la fuente que usábamos para la carne.

Maruja cortando el pan con esos brazos blancos y flácidos, que no le avergonzaban porque en esa época las mujeres no se preocupaban por estupideces.

Se daba maña, la Maruja. Confeccionaba sus propios soleros, siempre con el mismo molde. Uno blanco con flores naranjas y amarillas, otro en azul para cuando salíamos a cenar. El de lunares verdes se lo regaló a Carmen, que en paz descanse también. 

Me pregunto si Juana piensa en ella. Cuando estemos solos en el auto le voy a preguntar. Si me devuelven temprano, agarro un flancito. Son mejores que la comida del asilo. Tendría que haberle pedido a Berta que me guardara uno. Pobre Berta, a ella y a Elisa no las va a visitar nadie este año. Hijos en el extranjero. Deben de estar brindando en vasos de cartón con esa enfermera que parece siempre estreñida. La Culifrunci.

Está lindo el jardín. Bueno, es que fue por el jardín que elegimos la casa, el resto se caía a pedazos. 

Maruja cuidando los rosales con el sombrero que compramos en Ecuador. 

Pero es una lástima, toda esta gente… me pregunto quiénes son. Tal vez lo que falla sea la comida. No hay pionono agridulce, ni matambre casero, ni peceto, ni sandwiches, ni siquiera una ensalada rusa. Todo comprado y servido en recipientes descartables. Y esa música que espanta la conversación. Celulares por doquier.

Y Maruja que no sale de la cocina. Deberíamos haber puesto el mantel. Sólo los animales comen sin mantel.

Suficiente. Se van de mi casa.

– Juana, ¿podés ir adentro a llamar a tu madre?

– Soy Clarita, abuelo.

– Es Clarita, papá. Mamá murió, ¿te acordás?

– Sí, sí, claro, claro.

Flan con dulce de leche, porque el de crema no tiene gusto a nada. La muchacha de la pollera corta se puso a bailar y los muchachos le aplauden. Qué ordinaria es. Igual por mí está bien, soy un hombre moderno. 

Será la mesa, nomás.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/bern21-42137

La casa de las arenas

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La casa de las arenas - blog literario

“Barlovento” parecía tan sorprendida como ellos. Era una casa de estilo mediterráneo de una sola planta, en la que se repartían el living, la cocina, el lavadero y dos dormitorios. Se encontraba situada literalmente en medio de la arena, a una cuadra del mar y algo alejada de la ciudad. Su fachada blanco tiza estaba maltratada por el viento y las viejas persianas de madera se apoyaban vencidas sobre los marcos de las ventanas. Alguna vez habían sido verdes.


No había jardín, pero sí varios arbustos, que de lejos parecían motas de pelo. Un sendero de arena compacta señalizado con pequeños postes de madera servía de entrada, tanto para los peatones como para el auto. El viento sabía a sal y hacía volar la arena proveniente de las dunas, que rebotaba como aguijones en las piernas de los invitados. El living era agradable, con ventanales amplios que miraban hacia el mar, un hogar de leños de piedra ennegrecida y dos sillones floreados, aparentemente confortables, que olían a humedad. La cocina era larga y estrecha y sus paredes lucían -o deslucían-
pequeños azulejos color jade. Ambos dormitorios, uno en suite y el otro no, tenían cruces sobre los respaldos de las camas. Los pocos muebles que había se las ingeniaban para desentonar entre sí. En esta morada desértica convivían sin luz ni agua varios ramilletes de plantas secas con forma de plumeritos que se quebraban al tocarlos, caracoles de diferentes tamaños y cuadros fantasiosos, típicos de los lugares de
vacaciones.

Los lectores allí reunidos eran de los más diversos orígenes y costumbres. Algunos tomaban mate, otros café. Al ver a todos ya acomodados, una mujer se incorporó nerviosa. Sufría de disfonía moderada, pero nadie lo notó. Escuchaban el discurso con sus propias voces:

—Sean bienvenidos. Hemos llegado al punto en que debo confesarles que no nos encontramos en un sitio real. O mejor dicho, no existe en otro lugar que en mi mente.

Los invitados se miraron confundidos. Un señor de traje se retiró ofuscado.

—Verán —prosiguió. —Nos encontramos en una casa de veraneo que visité en mi infancia. Con el pasar del tiempo le fui incorporando recuerdos y deseos hasta que, eventualmente, se volvió mi “Casa de las arenas”; el espacio donde reflexiono e imagino mis historias. Supongo que saben a lo que me refiero y probablemente ustedes tengan el suyo.

»Hoy me toca ser la anfitriona, y con mucha emoción y algo de temor, les abro las puertas. Gracias de corazón por elegir leerme hoy. Espero que lo disfruten y ya nos cruzaremos en otras casas, si es que no lo hemos hecho aún bajo otros rostros.

Los invitados se miraron entre sí. Ella se retiró, sabiendo que a partir de ese momento la velada dependía pura y exclusivamente de los lectores.

Tengo la ilusión de que hayan decidido quedarse.

NATALIA DOÑATE