La casa de las arenas

0
956

Barlovento parecía tan sorprendida como ellos. Era una casa de estilo mediterráneo y de una sola planta, en la que se repartían el living, la cocina, el lavadero y dos dormitorios. Se encontraba situada literalmente en medio de la arena, a una cuadra del mar y algo alejada de la ciudad. Su fachada blanco tiza estaba maltratada por el viento y las viejas persianas de madera se apoyaban vencidas sobre los marcos de las ventanas. Alguna vez habían sido verdes.

No había jardín, pero sí varios arbustos, que de lejos parecían motas de pelo. Un sendero de arena compacta señalizado con pequeños postes de madera servía de entrada, tanto para los peatones como para el auto. El viento sabía a sal y hacía volar la arena proveniente de las dunas, que rebotaba como aguijones en las piernas de los nuevos propietarios.

El living era agradable, con ventanales amplios que miraban hacia el mar, un hogar de leños de piedra ennegrecida (réplica de la casa de mi abuelo Ángel) y dos sillones floreados, aparentemente confortables, que olían a humedad. La cocina era larga y estrecha y sus paredes lucían (o deslucían) pequeños azulejos color jade. Ambos dormitorios, uno en suite y el otro no, tenían cruces sobre los respaldos de las camas. Los pocos muebles que había se las ingeniaban para desentonar entre sí. En esta morada desértica convivían sin luz ni agua varios ramilletes de plantas secas con forma de plumeritos que se quebraban al tocarlos, caracoles de diferentes tamaños y cuadros fantasiosos, típicos de los lugares de vacaciones. Conociendo a su madre –mi madre-, pronto terminarían en el cesto de basura.»

Hoy, a diciembre 2020, tengo tres casas. A ésta primera, «Barlovento», la llamo «La casa de las Arenas». Se ubica en la Costa Atlántica entre 1986 y 1997 y es el lugar donde me siento a escribir mis cuentos. Admito que con los años me volví más práctica y ya no encuentro “arte” en el olor a humedad, pero por alguna extraña razón no consigo quitarlo. Y eso que hago todo tipo de arreglos: las edades de mi abuelo (oscilan entre los 70 y 80 años), la mascota (a veces es Tomy, el dálmata, y otras Tom, el ovejero alemán que me mordió cuando jugaba a la mancha con mi hermano), la estación del año (cada tanto es menester quitar el verano para prender la chimenea y que no se tape), y la música en mi walkman (últimamente es un diskman), pero se ve que es cierto eso que dicen de que la humedad es todo un tema. Las cruces de las camas también las quito, pero cada tanto vuelven. Igual sacarlas es una tarea simple. 

El que no deja de sorprenderme es Dami, el vecinito. A pesar de todos estos años, sigue siendo un niño, regordete, rubio y blanquísimo. Su hermano Erns (¿alemán?) me enseñó a jugar ping pong, pero Dami logra que el tren de la alegría pase especialmente todas las noches por la puerta de su casa. Una casa que ya no existe, claro está, pero el árbol en forma de «L» sigue ahí, y eso es todo lo que necesita el Hombre Araña para ubicarse. Tal vez por eso dicen que algunos niños son especiales. Éste ciertamente lo es, y por eso le perdono por la vez que me arrinconó para robarme un beso.

Veinte años atrás, todavía me iba de vacaciones con mis padres. Es un rasgo de familia que no nos gusta la playa, así que salíamos a buscar la casa. A veces en Mar del Plata, a veces en Villa Gesell, subíamos al Volvo de turno, prendíamos la radio y paseábamos hasta que aparecía. Como dije, es fácil de encontrar. Hay que aminorar la marcha y bajar las ventanillas. Pero por nada del mundo se debe frenar.

Hace poco mi hermano estuvo por la costa y, siguiendo nuestra tradición, buscó la casa e intentó mandarnos una foto. Ese día estaba grande, moderna, como en ese verano que fuimos con uno de mis noviecitos y que el perro era un labrador llamado Wendy que no quería salir con el paseador porque el asfalto le quemaba las patas. Lamentablemente -típica distracción suya- la foto correspondía a la casa número dos. A la verdadera «Casa de las Arenas» no se le pueden tomar fotos desde 1997. A veces, desde antes.

Y aquí estoy yo, dejando mi impronta en el sillón azul de mi casa número tres. Es algo rígida. Cada vez que quiero hacer un cambio tengo que llamar a un especialista (plomero, electricista, arquitecto, paisajista) y todo ese asunto cuesta dinero. A menudo se rompen cosas. Sólo admite una ubicación espacio-temporal (aunque la vista al lago es hermosa) y nadie viene a despertarme por las mañanas para caminar hasta las dunas (lo que la gente erróneamente llama médanos) y buscar relojes rotos y billeteras vacías. Las personas sólo pueden tener una edad a la vez, que siempre va en número ascendente. De todos modos -nobleza obliga- debo admitir que es mi morada favorita. Es la única que contiene voces, risas y abrazos de niños y, lo más importante, sueños de niños. Tal vez algún día, si todo sale bien, la situación se invierta y sus sueños pasen a contener a esta casa. Me pregunto qué nombre le pondrán.

Deja un comentario