Faltaban todavía dos semanas para recibir la paga, pero si Juanita le había dicho la verdad, se trataba de un asunto urgente. Iba a tener que caminar. Con ojos expertos tomó los seis mejores ejemplares del naranjo de su patio, se pintó los labios y dobló en cuatro el escrito borroneado del niño. Era la única carta que tenía a su favor.
El ímpetu de su alma alcanzó para acallar al dolor de la artritis por unas quince cuadras, pero cuando sus rodillas dijeron “basta” se empacaron con mayor determinación que su fallecida yegua “Rosilla“. El bolso se sentía lleno de bolas de cemento que el desnivel de los adoquines hacía oscilar, golpeando intermitentemente contra sus piernas varicosas, en las que empezaban a divisarse amplios moretones. Miró el reloj. Las seis y cuarto. El colegio quedaba en dirección opuesta y aún debía regresar a su casa a buscar los libros de clase.
Se hallaba analizando si debía dejar atrás algo de peso, cuando la sombra de un mozo a caballo tiñó provisoriamente sus alpargatas blancas de gris.
— ¿Maestra García? ¡Es usted!
El joven se quitó el sombrero y la miró con sincera alegría. Era alto y vigoroso, pero ella sólo veía a un niño.
—Paquito, ¡qué grande estás! Me enteré de que fuiste papá, ¡enhorabuena! Yo sabía que ibas a terminar con Amelita, ¡cómo la hacías llorar, a la pobre!
—Sí maestra… estamos muy felices, con la doña. Ya va a tener oportunidad de conocer a Josecito y le prometo que se va a portar mucho mejor que yo. Ya la conoce, a la Amelita, nos tiene cortitos a los dos.
La maestra elevó las manos al cielo simulando terror, ignorando con alevosía el hecho de que, para cuando ese bebé llegara a la edad escolar, ella llevaría años retirada. Con el paso del tiempo, nuestras vivencias se encuentran tan alteradas por la memoria, que poco queda de la anécdota original. Con eso en mente, le pareció justo otorgar la misma validez a un recuerdo real que a uno que nunca llegaría a ser, siempre y cuando le trajera felicidad.
—Ese bolso se ve pesado, déjeme que la ayudo. ¿Hacia dónde, maestra?
Aliviada subió al caballo y descansó por el resto del camino, dejando que su ex alumno la llevara tironeando suavemente de las riendas, mientras recordaban con humor las mil y una macanas que se había mandado de joven.
Finalmente llegaron a la calle Castellón, donde el olor a pan caliente los devolvió a sus respectivas vidas. Él, a ser un hombre de familia ejemplar y ella, una maestra apurada con un plan en mente. Se acomodó el cabello y y se secó el sudor del rostro. Carraspeó nerviosa.
En el interior, un señor mayor recibía su vuelto y se retiraba con una bolsa de facturas. Tras el mostrador, luciendo un delantal rosado ceñido en la esbelta cintura, se hallaba la dueña. Intuyó el recelo en su voz. Mala señal.
—Maestra García, no sabía que frecuentaba esta zona.
—Oh, sí —mintió ella. Tengo parientes sobre la avenida España y aproveché el viaje para traer estas naranjas de mi huerto. ¿Cómo se encuentra el pequeño Ángel? Como viene faltando desde hace una semana supuse que estaría enfermo y le traje un poco de vitamina C, que seguramente le hará muy bien, en caso de que se trate de un resfriado.
La mujer le indicó con un gesto que apoyara la bolsa en el mostrador.
—El niño no está enfermo, maestra, es el más sano de la familia y por ese motivo es que lo necesitamos acá, trabajando. En este momento se encuentra en el fondo mezclando la crema pastelera.
Juanita tenía razón. No se le pasaba una, a esa nena.
—En ese caso, señora Rodríguez, permítame entregarle su última tarea —dijo amablemente mientras tomaba el papel de su bolsillo. —Verá, su hijo es extremadamente talentoso. Muchos niños de su edad apenas saben escribir una oración gramaticalmente correcta, pero él, sin previo conocimiento, ha escrito un poema sobre las aves que es digno de un alumno de ciclo superior.
La mujer tomó el papel y lo hizo a un lado con desdén, pero la maestra no se iba a dejar amilanar.
—Creo que con educación podría tener un futuro brillante. Yo podría acercarle las tareas y ser comprensiva con las llegadas tarde. Sería un gusto para mí ayudar a un niño tan inteligente y sé que él disfruta mucho de venir a clase.
El rostro de la panadera era de piedra.
—Se lo agradezco, maestra, pero hoy en día al hijo de mi marido lo necesitamos acá. Tiene tendencia a divagar y que escriba poesía no es una prioridad para nuestra familia en este momento. Es una época difícil, como comprenderá. Gracias por las naranjas, se las haré llegar.
No había nada más que hacer. Lo había perdido.
—Me retiro entonces, ¿le molesta si conservo el escrito?
—Sírvase usted.
Regresó sin prisa, decidida a redoblar esfuerzos en las treinta y dos pequeñas mentes que la esperaban en el colegio. Conservaría el papel hasta el día de su muerte y, en su imaginación, lo acompañaría con hermosos poemas que el niño seguiría escribiendo a lo largo de los años.
Se jubiló al poco tiempo, ignorando el hecho de que junto a las naranjas, había dejado una semilla de otra especie; una tan fuerte, que ninguna mujer desalmada podría destruir.
Ochenta años después, alguien que para ella sería eternamente un niño, me contaría en su biblioteca atestada de libros sobre la vez que escuchó a hurtadillas a su malvada madrastra hablando con la maestra García.
NATALIA DOÑATE
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