La canilla mágica

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blog literario

            La niña era la típica afortunada cuyo hogar quedaba a pasos del colegio. Su madre estaba siempre en casa y podía invitar amigos con frecuencia, a puertas y brazos abiertos. La mesa los esperaba cubierta de sándwiches, facturas y vasos de chocolatada. Esas meriendas legendarias conservarían su fama a lo largo de todos los ciclos educativos de su vida, incluidos los primeros años de universidad.

En aquella casa de su primera infancia había un televisor de gran tamaño para la época y un patio con tobogán, hamacas y sogas anudadas para trepar. En el living, las luces tenían una perilla de dimmer, que poco sumaría a la diversión de los niños, de no ser porque se usaba para hacer un truco de magia: la madre ubicaba a las visitas en medio de la sala frente un gran espejo que cubría toda la pared y les pedía que soplaran muy lentamente, mientras ella giraba disimuladamente una perilla oculta y las luces bajaban gradualmente la intensidad hasta apagarse. Luego, les indicaba que gritaran “que se haga la luz” y vuelvan a soplar, y así, con un poco de imaginación y mucha tecnología, las luces se volvían a encender.

Un domingo de verano se encontraba en el jardín con sus hermanos, haciendo pases con una pelota de goma, cuando cayeron sobre su cabeza las primeras gotas de lluvia. Instintivamente frenaron el juego y miraron al padre, que permanecía leyendo el diario, inmutable.

Cuando ya era una obviedad que se estaban mojando, la niña sintió curiosidad. Mamá ya los habría hecho entrar hace rato. ¿Será que papá no sabía qué hacer?

De pronto, éste se inclinó hacia adelante y preguntó:

— ¿Quieren que llueva más fuerte?

Al unísono pronunciaron un largo y entusiasta “¡Sí!”

Él dobló sus dedos como rodeando una canilla y giró la muñeca. Cayó más agua. Los hermanos gritaron con alegría.

— ¿Quieren más?

— ¡Síííííííííí!

Empezó a caer tanta agua que apenas podían abrir los ojos. De pronto, una silueta familiar apareció por detrás.

— ¡Miguel! ¿Qué hacen? ¡Todos adentro, ya mismo!

Al día siguiente la tierra estaba húmeda y blanda y las desafortunadas lombrices que habían huido de la inundación se retorcían al sol en agonía. La niña discutía ofendida con la amiga de turno, que no le creía que el padre controlaba la lluvia. Se sintió triste, pues sabía que su mamá no les dejaría repetir el truco, y, por más que revisó exhaustivamente el patio una y otra vez, no logró dar con la canilla invisible.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/zeafonso-51309

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