Décadas de guardado de ropa limpia avalan mi técnica: lo grande primero, para no agobiarse, luego las bombachas y calzones -estirar y doblar- y, por último, el ritual de apareamiento de las medias. A pesar de toda precaución, es usual que a veces falte alguna, cosa que me descoloca. O lo hacía, hasta que ocurrió la anomalía.
Fue un viernes, hará dos años atrás. Tenía ya formadas cinco pelotitas de algodón, cuando me percaté de una rareza. Sobre el acolchado, una del derecho, otra del revés, otra hecha un bollo, había tres medias rosadas con corazones blancos. Las preferidas de mi hija. Me sentí mareada.
De pequeña, calculo que entre los ocho y los diez años, tuve una pesadilla recurrente. Despertaba en plena mañana y me desayunaba con que tenía dos objetos en lugar de uno. Muchos sueños se tornan ridículos a la luz de la coherencia, pero el concepto intrínsecamente maligno de que algo se duplique, aún me inspira aprensión. Podía ser la silla del escritorio o el libro de fotos de caballos. Pero el más frecuente era, por lejos, mi gato Félix; un peluche rosado y cabezón que habíamos comprando en una feria en Mar del Plata. Los Doppelgängers felinos me observaban con ojos de lana negra, cabeza contra cabeza, desde lo alto de la estantería laqueada. Sabía que me culpaban por desterrarlos de mi cama.
Volviendo al presente yo juro, como que tengo dos ojos y dos orejas, que mi nena sólo tiene un par de esas medias (si habré evitado berrinches lavándolas a mano, secándolas con prisa en el radiador para que las sacara a pasear sábado y domingo). ¿Qué podía hacer con la intrusa? De saber cuál era, la habría incinerado. Pero había una agujereada y dos percudidas a la altura del talón. Unirlas en una gran bola se me antojó perverso, así que tomé dos al azar y escondí la tercera en mi propio cajón de medias, bajo vigilancia. Esa noche soñé que tenía tres celulares rosados.
Al día siguiente, frente al espejo mañanero, noté que el cepillo de dientes del reflejo no estaba, aunque sí el de mi mano. Sufro de una condición neurológica que causa puntos ciegos en la visión, pero éstos suelen acompañar el movimiento de los ojos, como moscas flotantes. En esta ocasión, la mancha parecía ensañada con mi utensilio dental. Anticipando una migraña, hice un buche apresurado y salí en busca de ibuprofeno. El asunto quedó zanjado hasta después del almuerzo, cuando regresé al baño.
Encontré el cepillo a un lado de la pileta, tal y como lo había dejado. Otro, idéntico a éste e igual de húmedo, esperaba pacientemente su turno en el vaso, junto al anaranjado de mi marido. El pánico me coaguló la sangre y tiñó todo de negro. Antes de caer al suelo, busqué consuelo en mi reflejo, pero no lo ví. Mi propia imagen me había abandonado.
Me despertaron unos pasos. Una mujer idéntica a mí me bordeaba con cautela, esquivando el cabello derramado. Prorrogué el desmayo hasta sentirla salir por la derecha, hacia el dormitorio. Con un golpe afelpado anunció su regreso. «El cierre de un cajón a tope» recuerdo haber pensado. Volví a entornar los ojos. Cómplice de su curiosidad, me dejé observar. Luego, como quien sube un escalón muy alto, tomó impulso y se adentró en el espejo.
Volvió a latir mi corazón, irrigando sudor y valentía. Me reconcilié con el rostro pálido, los cabellos revueltos.
Vamos, que nos hemos visto peor.
El cepillo se erigía en el vaso como quien se sabe único en el mundo. No necesité rebuscar en el cajón para confirmar que la media extra también había desaparecido.
Desde entonces, no permito que nadie haga la colada, a excepción de mi persona. Es demasiado arriesgado. Cada tanto, desaparece una media.
Ahora que conozco la alternativa, prefiero vivir con eso.
NATALIA DOÑATE