miércoles, diciembre 25, 2024
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Barreras

15
blog literario, coipos

Llovizna sobre la casa en obra. Primer día de vacaciones mutuas. El cemento alisado forma charcos donde otrora reinaba el césped y los excrementos verdes de ganso. Ya los ladrillos ahuecados forman un rudimentario laberinto de tres filas que delimita el hogar de los inminentes ladrones de cielo.

Un gran roedor de bigotes de acero se pasea por entre las bolsas de arena: desprevenido Minotauro que despertó cautivo en sus propias tierras. Con delicadeza felina me apoyo contra el alambrado de rombos que nos separa y, procurando no perturbar a las gotitas que allí tiemblan de alegría, le arrojo un hilo invisible hasta la salida. Pero el coipo corre en dirección opuesta al trozo de pan, invocando en su inocencia a sesenta millones de años de divergencia evolutiva.

Descubro que ha dejado de llover. Me desentiendo de la silueta petrificada tras la mezcladora de cemento para regresar a mi hábitat, donde no consigo relajarme. El tic tac tardío del agua de la canaleta, en complicidad con los lentes de aumento que no precisaba hace un mes, se esfuerzan en transmitirme un mensaje que no consigo descifrar.

NATALIA DOÑATE

Desde el exilio

22
blog literario, leer gratis

Canas enredadas en la pata de una silla. Arrugas en los espejos. Me dedicaba a ordenar palabras, a gobernar un planeta de unas pocas horas de vida rebosante de portales que, con el tiempo, me retiraron la bienvenida.

Las ideas comenzaron por encerrarse en sus cuartos, cual adolescentes. Charlábamos al otro lado de la pared, a pesar de la música. Dentro del óvalo femenino de la cerradura las veía respetando mis directivas, aunque a regañadientes (incluso, burlonas). Bastaba en esos días con el amor de su paciencia, de mi constancia.

Hoy las desconozco. No es que me haya transformado en algoritmo (lo atestigua la pesadez de mi cabeza) pero no me siento parte de su alumbramiento. Las historias se me cuelan en la ducha por la mañana y desayunan su barrita desabrida en un colectivo abordado ya infinitas veces: un engendro azul donde el hartazgo generalizado mezquina oídos al vendedor ambulante de seguidores, al profeta de turno que le responde:

—¿Seguidores? ¿A dónde? Si vamos todos para el mismo lado.

Y saltan al teclado sin volteretas mentales, libres de la censura de mi vergüenza, de la aprobación de una sonrisa. Encontrarlas es tarea de bobos, pues visten mi apellido. Igual, no lo haré. No tengo nada que decirles.

Eso sí: si llegaran a cruzarse con alguno de mis hijos adolescentes, hagan el favor de mencionarle (como al pasar) que hice pastafrola.

NATALIA DOÑATE

Un ser de luz

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blog literario, autoras argentinas

Nuestras vidas eran mezquinas y corrientes, pero sólo en comparación con la de los seres de luz, cuyo ingenio y belleza aventajaban a los nuestros a una distancia que la envidia no podía correr sin agitarse. La frustración era tan fútil como envidiar el volar de un ave, o la musculatura de un caballo. La hicimos a un lado de tácito acuerdo, pues no estábamos para lujos. Los débiles que procuraban imitar con discreción a las criaturas mágicas recibían las burlas más crueles de las que era capaz nuestra astucia colectiva. Pero los necios, esos que ostentaban aspiración a un Edén que no les correspondía, sufrían un castigo severo ya que, evidenciar tan burdamente el abismo entre ellos y nosotros, los suyos y los nuestros, era motivo de destierro.

Tuve una infancia feliz. Ante el olor a galletitas de la abuela, revoleaba la mochila del colegio a un lado y me arrojaba al sillón con mi mejor amiga, Patty. Por horas reíamos juntas, intercambiábamos pañuelos con lágrimas y comentábamos las ocurrencias de los seres de luz. No llegué a conocer la desdichada casa de sus padres, desprovista en ese entonces de televisor. Con el tiempo, algunas actitudes socarronas típicas de la edad agrietaron nuestra relación. Nos dejamos ir sin despedidas. Recién me desayuné de su destierro entre huevos revueltos y tostadas, ya de adulta, con los que a la fecha considero sus reemplazos: mi marido y mis dos hijos. Sentí pena por la niña que había conocido, feucha y grosera, dueña de unas pupilas negras y brillantes que incomodaban a los adultos. Extraño sentirme mejor que alguien. El confetti de su risa aún me obsequia miguitas dulces que recojo con pesar de entre los recovecos del almohadón.

Volverla a ver fue devastador.

Apareció sin aviso al otro lado del abismo. Sus dientes, ahora blancos como reposera al sol, promocionaban un producto anti sarro. Su boca era para la audiencia, pero sé que la sonrisa en la mirada era para mí. No tuve ocasión de responderle.

Con los años, otros desterrados fueron reapareciendo en el televisor. Los que no hemos dado aún con el portal, fingimos no buscarlo. Es un asunto complicado: los que se van se pierden para siempre. Los que no, hemos aprendido a actuar felicidad con un profesionalismo que no explica por qué no estamos aún del otro lado.       

NATALIA DOÑATE

Viernes de meditación

10
blog literario

Fue un día blanco, de los que implosionan con un destello celeste. No había estrellas cuando los postes de la cuadra abrieron sus ojos de lechuza. Los de Anita, en cambio, permanecieron sellados. Apenas pudo juntar fuerzas para emitir un quejido que asfixió en su boca. Ya con el sol tras bambalinas y las cenizas de la estufa enfriándole indirectamente la nariz, sintió cómo un moco aguado trazaba un círculo en la seda del pijama. No pudo limpiarse. Estaba completamente paralizada.

Entonces supo que necesitaba con urgencia una idea liberadora. Al conjuro acudió una simple, pero eficaz: si seguía viva, era porque estaba respirando por sus propios medios. El corazón latía, la sangre fluía, los ojos parpadeaban.

“¡Los ojos parpadeaban!”

Había logrado abrirlos. Eligió ver.

De las penumbras surgieron los apoyabrazos verdes del sofá, dolorosamente aprisionados por unas garras que admitió suyas. Con un esfuerzo titánico relajó los dedos, luego los brazos y la mandíbula. El aire olía a hielo seco y el aliento de la casa empañaba la ciudad. Decidida a dar sentido a las últimas horas, pero a falta de indicios, se consoló con descartar acciones:

No se había duchado, ni hecho las compras. Ninguna página nueva engordaba su manuscrito. Al baño, por lógica, debía de haber ido, pero invalidó el recuerdo por pecar de genérico.

“Comida”.

La vocecita, infantil pero severa, surgió de su propio estómago. Al parecer, la necesidad lo había forzado a una mutación de emergencia. Asustada, notó cómo su mano derecha agitaba con violencia el control remoto. De pronto, comer sushi frente al televisor se le antojó la respuesta a todas las cuestiones humanas. Y en efecto, lo era.

“Olvidé que también soy cuerpo” fue el último pensamiento del viernes. Si el cerebro aventuró alguna objeción, confío en que ésta quedó enterrada en la avalancha de helado que los ojos, ávidos de aventura, rescataron del fondo del freezer.

(¿Que de qué era el helado? De menta, dulce de leche y americana, todos granizados, como corresponde).

Dedicado a Leandro C., compañero de bloqueos y también de inspiraciones

NATALIA DOÑATE

El año de los colores

20
blog literario, cuentos cortos

Mi amiga Adri recibía intrusos por las noches. La gente gris. Los mencionaba de pasada, como quien se refiere a la visita de un pariente lejano que no conmueve ni perturba. Yo asentía sin objeciones; se trataba de seres inexistentes en mi mundo y de escasa relevancia en el suyo. Distendidos los hombros, olvidados los brazos, muertas las bocas, sus vidas transcurrían a un costado de la cama. Perecían en un cerrar de ojos. Ya en aquellos tiempos mi naturaleza racional los encarpetaba como terrores nocturnos, aunque jamás se lo dije. Todos tenemos Google. Y todos tenemos mañas. Mi desorientación espaciotemporal, por ejemplo, estima a duras penas que Adri falleció meses antes del último mundial como consecuencia de un innombrable pulmonar.

No la visité. No nos veíamos en persona desde la edad de mi hijo, cuando salió a la luz que en su mundo no existían los bebés. Hagan el favor de no juzgarla. Los fantasmas diurnos no son cosa de broma, y nuestra relación sobrevivió, distante pero persistente, gracias a las redes sociales.

Hoy desperté con un crujir dental: sus uñitas pintadas de rojo escarbando runas en la bolsa de arpillera, las carcajadas afónicas escapando sin prisa, cual mariposas que no saben pertenecer. Sé que al final del día nuestros caminos no se van a cruzar, pero he aquí la ventaja de tener una amiga bruja: podemos reencontrarnos en el principio, en el profesorado de inglés, donde alguna vez nuestras mentes, tan dispares, formaron un prisma que transformó la luz helada del baño en un espectro visible que brillaría por un año entero.

Quizás para la próxima, en un arrebato de magia blanca, podamos incluir al gris.

NATALIA DOÑATE

Extraños

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Nos desconocimos una noche que recuerdo fría y seca. La luna ostentaba una sonrisa limpia, como tajeada por una Victorinox. Él llegó a horario y, aunque desgastado a mis ojos, lucía como nueva una campera de jean que se sabía irresistible. Mi vestido rojo furioso se contorneó con brusquedad, encantado ante el desafío. Un par de frases hechas y ambos ganaban distancia sin prisa, la vanidad atiborrada de suspiros humanos.

Los vapores de nuestros adioses permanecieron entrelazados en el aire, dándose un último calor. El desapego incipiente me regaló una ocurrencia: los grandes dolores deben trocearse. Obediente, centré la atención en el recuerdo del lunar de su frente, en mis cordones desabridos por la negligencia, en el zumbido de un farol apático.

Cuando finalmente supe qué decir, no tuve a quién. Con una calada al aire de la noche solté las palabras nuevas, ya anacrónicas, que procuraban pedir disculpas. Atontadas por el humo, deseosas de supervivencia, huyeron raudas hacia la oscuridad.

Hoy lo pienso y se me abre el suelo bajo los pies. Fue la vez que más cerca estuve de ser peligrosamente feliz.  

NATALIA DOÑATE

Souvenirs

13

Nos fuimos.

Comprendimos que los souvenirs son memorias tangibles que viven del oxígeno de la valija. Apenas pudimos cerrarla esta vez. Lo mismo ocurrió con la puerta, ahora sólo de salida.

Y miramos atrás.

La mesa, que ya nos quedaba pequeña, se veía grande, nueva. Ávida de juegos de llaves, de celulares olvidados, de anteojos con huellas digitales difíciles de limpiar.

Igual nos fuimos.    

O volvimos.

Volver también es irse.

NATALIA DOÑATE

Vacaciones

8

Me sumerjo a conciencia en el sueño como en un mar de verano, sin sobresaltos ni transiciones. Desconozco qué película proyectará mi cerebro contra los párpados cerrados, pero el colchón mullido, las sábanas frescas y blandas, son augurios de una noche provechosa.

Los recuerdos de algo hermoso que jamás ocurrió saben alegrarme el día. Me saludan, casi transparentes, desde un semáforo camino a la playa. Roban sonrisas que mis acompañantes devuelven sin recelo. Al fin y al cabo, ¿quién no es feliz en vacaciones? El presente se desdibujará con el tiempo y dará lo mismo si fue un sueño. Los souvenirs desagradables quedarán descartados en el cesto de basura, entre yerba y cáscaras de banana.

Admito que saco menos fotos que el promedio, pero aprendí hace tiempo que las vivencias resisten el descamado post verano.

Y aunque así no lo fuera, sé que me esperan nuevas sorpresas.

   

NATALIA DOÑATE

Duplicados

15
cuentos cortos, relatos de misterio, celulares rosados

Décadas de guardado de ropa limpia avalan mi técnica: lo grande primero, para no agobiarse, luego las bombachas y calzones -estirar y doblar- y, por último, el ritual de apareamiento de las medias. A pesar de toda precaución, es usual que a veces falte alguna, cosa que me descoloca. O lo hacía, hasta que ocurrió la anomalía.

Fue un viernes, hará dos años atrás. Tenía ya formadas cinco pelotitas de algodón, cuando me percaté de una rareza. Sobre el acolchado, una del derecho, otra del revés, otra hecha un bollo, había tres medias rosadas con corazones blancos. Las preferidas de mi hija. Me sentí mareada.

De pequeña, calculo que entre los ocho y los diez años, tuve una pesadilla recurrente. Despertaba en plena mañana y me desayunaba con que tenía dos objetos en lugar de uno. Muchos sueños se tornan ridículos a la luz de la coherencia, pero el concepto intrínsecamente maligno de que algo se duplique, aún me inspira aprensión. Podía ser la silla del escritorio o el libro de fotos de caballos. Pero el más frecuente era, por lejos, mi gato Félix; un peluche rosado y cabezón que habíamos comprando en una feria en Mar del Plata. Los Doppelgängers felinos me observaban con ojos de lana negra, cabeza contra cabeza, desde lo alto de la estantería laqueada. Sabía que me culpaban por desterrarlos de mi cama.

Volviendo al presente yo juro, como que tengo dos ojos y dos orejas, que mi nena sólo tiene un par de esas medias (si habré evitado berrinches lavándolas a mano, secándolas con prisa en el radiador para que las sacara a pasear sábado y domingo). ¿Qué podía hacer con la intrusa? De saber cuál era, la habría incinerado. Pero había una agujereada y dos percudidas a la altura del talón. Unirlas en una gran bola se me antojó perverso, así que tomé dos al azar y escondí la tercera en mi propio cajón de medias, bajo vigilancia. Esa noche soñé que tenía tres celulares rosados.

Al día siguiente, frente al espejo mañanero, noté que el cepillo de dientes del reflejo no estaba, aunque sí el de mi mano. Sufro de una condición neurológica que causa puntos ciegos en la visión, pero éstos suelen acompañar el movimiento de los ojos, como moscas flotantes. En esta ocasión, la mancha parecía ensañada con mi utensilio dental. Anticipando una migraña, hice un buche apresurado y salí en busca de ibuprofeno. El asunto quedó zanjado hasta después del almuerzo, cuando regresé al baño.

Encontré el cepillo a un lado de la pileta, tal y como lo había dejado. Otro, idéntico a éste e igual de húmedo, esperaba pacientemente su turno en el vaso, junto al anaranjado de mi marido. El pánico me coaguló la sangre y tiñó todo de negro. Antes de caer al suelo, busqué consuelo en mi reflejo, pero no lo ví. Mi propia imagen me había abandonado.

Me despertaron unos pasos. Una mujer idéntica a mí me bordeaba con cautela, esquivando el cabello derramado. Prorrogué el desmayo hasta sentirla salir por la derecha, hacia el dormitorio. Con un golpe afelpado anunció su regreso. «El cierre de un cajón a tope» recuerdo haber pensado. Volví a entornar los ojos. Cómplice de su curiosidad, me dejé observar. Luego, como quien sube un escalón muy alto, tomó impulso y se adentró en el espejo.

Volvió a latir mi corazón, irrigando sudor y valentía. Me reconcilié con el rostro pálido, los cabellos revueltos.

Vamos, que nos hemos visto peor.

El cepillo se erigía en el vaso como quien se sabe único en el mundo. No necesité rebuscar en el cajón para confirmar que la media extra también había desaparecido.

Desde entonces, no permito que nadie haga la colada, a excepción de mi persona. Es demasiado arriesgado. Cada tanto, desaparece una media.

Ahora que conozco la alternativa, prefiero vivir con eso.

NATALIA DOÑATE

El ojo del huracán

13
blog literario

La paz que sucedió al huracán contribuyó a una ilusión de felicidad que, de adulto, no he sabido recuperar. Es cierto que los días posteriores fueron crueles; pasado y presente esparcidos por el jardín, el penoso balance mental de bienes y observaciones al margen (intacto, estropeado, adiós para siempre), los «quizás» y los «por qué», los imprevistos en reparaciones. El huracán es un caco desquiciado, que tanto descarta una caja fuerte como ama las fotografías viejas, los dibujos en la heladera, las piedritas sanitarias del gato. A la reposera la encontramos anidada en el único árbol que quedó en pie: el roble de los Rodríguez. Aún me pesa la impotencia de los barriletes desgarrados en el cuartito de las herramientas, entre tablas de madera y atisbos de cielo, las mezquinas alegrías de la desgracia en compañía.

La solidaridad caducó al mes. Pronto sucumbió el pudor. Lo entendí al encontrarme con el solero verde de mi madre, sin mi madre, en la fila del banco.

—Buenos días, Gudelia. Ese vestido es idéntico al que se trajo mamá de Europa.

—El que lo encuentra se lo queda —respondió con escarnio.

No supe qué decir. Temí que me robara una lágrima.

En casa, no emití palabra. Decidí abocarme a la tarea de «encontrar» cosas en la suya. El jueves, de camino al colegio, me hice de un juego chino de té que se asoleaba en la galería. Lo estallé contra la fachada. Otro día aproveché un descuido para tomar la compra del supermercado del baúl de su auto. El fin de semana me adentré en el jardín trasero y emergí con una pastafrola casera. Los días transcurrieron sin que ella tomara represalias, lo que me enfureció aún más.

Una noche de insomnio, el rencor me tentó a doblar la apuesta. La debilidad de Gudelia eran las joyas, lo sabía porque había oído comentarios mordaces al respecto. A las tres de la mañana salí por la ventana de mi dormitorio y entré por la de su cocina. Su perfume marcaba el rastro hacia el comedor. Estaba despierta, lo que me pareció apropiado. Deseaba enfrentarla. Ya tenía ensayada mi respuesta. La venganza se habría dado tal y como lo esperaba, de no ser por la figura de mi padre, copa de vino en mano, que apareció tras sus caderas de seda lila.

—El que lo encuentra se lo queda —solté con voz chillona.

Las tardías muestras de vergüenza, las manos cubriendo los ojos, fueron las últimas migajas que me obsequió el huracán antes de proceder a arrasar con todo aquello que creía salvado.  

NATALIA DOÑATE