Hallábase la dama de sombrero de paja disfrutando del travieso roce de un traslúcido vestido veraniego contra sus níveos tobillos, en un íntimo pero firme acto de protesta ante el incipiente frío otoñal, cuando un transeúnte de saco y corbata (que cumplían la función de evocar formalidad, pero sin satisfacer ni remotamente las pretensiones de la moda de turno) frenó en seco su marcha e, inclinando levemente el carey de las patillas de sus gruesos lentes -como quien ajusta una perilla- preguntó con gruesa voz:
— ¿Le molesta si me siento?
La mujer tomó su cartera, que ocupaba el lugar aparentemente ansiado por el hombre -similar a otros tantos libres en la plaza- y la ubicó sobre su regazo, ocultando en una sutil maniobra la curva de sus muslos y el fastidio ante la imposición de tal ingrata compañía.
— Adelante, faltaba más.
Ilusionado por el prometedor contacto inicial -que, para ser justos, distaba de resultar de cualquier mérito del sujeto en cuestión, pues se debía netamente al carácter educado de la joven- buscó prolongar la conversación.
— Espero no haber interrumpido sus pensamientos.
Con un leve movimiento hacia afuera de la muñeca izquierda, la señorita desplegó uno a uno sus cinco delgados dedos desprovistos de anillos, comenzando por el meñique, como quien resta importancia a la situación, para luego entrelazarlos rápidamente con los de la mano derecha, en un primitivo gesto de resguardo.
Él, gran desconocedor de las sutilezas femeninas, se sintió aún más entusiasmado.
— Se le nota concentrada. ¿Puedo ayudarla con algo?
Ella respondió en trance.
— Busco inspiración.
Eso lo inspiró al instante.
— ¡Haberlo dicho! Soy poeta. No formalmente hablando, por supuesto, porque uno necesita un empleo que le dé de comer, pero en mis ratos libres escribo versos. Y a decir verdad, señorita, buscar inspiración es inútil. Es ella la que lo encuentra a uno. Nos alcanza en los lugares más insólitos, como en un paseo nocturno, o en una charla con un desconocido, o más probablemente en una aventura inesperada. Pero no aquí, en un lugar tan corriente y estático como una plaza vacía. «Give me the streets of Manhattan!«, diría nuestro amigo Whitman.
Ella clavó sus asombrados ojos verdes en los suyos con una intensidad que casi le quita el aliento y, desarmándolo finalmente con una sonrisa sincera exclamó:
— ¡Es usted un genio! Muchas gracias.
Y envuelta en remolino de finas telas, se evaporó, llevándose consigo lo poco que quedaba de la época estival.
Él admiró su silueta de musa apresurada hasta donde la vista y el edificio gris de correos le permitieron, complacido de haberle dado tan valiosa lección. Rebosaba de esa alegría exacerbada propia de los tontos cuando, en contadas ocasiones -y como para aportar una dosis de novedad a la vida-, tienen razón.
Las luces de los primeros faroles le recordaron que era hora de volver a casa.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/alesia17-60822
[…] Casi — LA CASA DE LAS ARENAS […]
No sé si reír o llorar jeje.
Jaaj yo casi no me acuerdo de qué trataba ya
¡Bravo! Me estoy poniendo fastidiosa, por lo repetitiva, digo, pero es que me encanta todo lo que escribes. Un abrazo desde mi pedazo de verano.
Gracias Irene! Para mí es una gran alegría que me escribas. Acá terminando el invierno y aguardando por la inspiración de la primavera!