La vi.
Una tras otra habían desfilado las mañanas de enero en las que, deslumbrada por un sol narcisista que eclipsaba mi atención, me llevaba por delante la telaraña, y, ya una vez apartada esa suerte de tul con un asco indiferente (si es que asco e indiferencia son compatibles) continuaba con mi día. No recordaba el episodio hasta la mañana siguiente, cuando volvía a posarse en mi frente el mismo velo de novia.
Pero esa noche de febrero abrí la puerta bajo el modesto foco del farol. Y la vi a contraluz. Hipnotizante, fascinante. Delicada y sutil. Un poco sobrenatural. Quién sabe cuántas tardes tuvo esa araña que trabajar en vano, cuántas moscas u hormigas fueron sacrificadas para que yo estuviera abierta a apreciar su arte en seda. La obra tenía un mensaje claro: “jamás te rindas”.
Con ojos acuosos y alma agradecida ante tal revelación, comprendí que había llegado el momento de enderezar mi vida. Libre al fin de excusas y culpas mal encauzadas, saldría de las redes de la mediocridad. Esfuerzo y perseverancia contra apatía y flojedad. El premio: la autorrealización de la araña.
Sólo restaba decidir el aspecto de mi vida a mejorar. Había mucho por hacer. Lo primordial sería dejar el alcohol y otras sustancias y conseguir un empleo. Luego, con algunos ahorros, mudarme del hogar de mis padres y retomar la carrera. Un poco de amor tampoco estaría mal. Tal vez un novio.
Pasé incontables noches en vela y días de arduo labor. Pero esta mañana desperté inspirada, con la frente en alto. Me dirigí a la tienda. Dos horas después destrocé la telaraña con un plumero y le vacié un tarro de veneno a la engreída esa.
Ya me siento mucho mejor.
NATALIA DOÑATE
Imagen: Autor: Niklas Rhöse, en Unsplash.com | CC0
🙂