El niño de la gorra roja estaba desilusionado. Todo sentimiento es difícil de ocultar a los siete años, pero afortunadamente los adultos creyeron que se trataba de tristeza. Una emoción tan acorde a la ocasión como el traje negro de su tío Horacio, pero más llevadera con treinta y ocho grados de sensación térmica. El cementerio de la Chacarita no tenía zombies, ni gatos negros, ni murciélagos. Era un lugar despojado, inmenso y silencioso semejante a una plaza sin juegos. En definitiva, una estafa. Su esperanza de asustarse un poco se terminó de esfumar cuando escuchó a los pájaros cantar dulcemente, al parecer ajenos a toda noción de muerte.
Sus padres y su tío avanzaban por delante charlando en voz baja, mientras él se distraía mirando las estatuas y acariciando fugazmente los ornamentos de piedra y mármol. Entre tantos ángeles y cruces, una tumba en particular llamó su atención.
—Mirá, papá, a este reloj de arena le falta la mitad.
Eduardo medía casi un metro noventa, pero su delgadez lo hacía verse mucho más alto y cuando se inclinaba parecía que se iba a quebrar. Si fuese un dinosaurio, sería sin duda el Diplodocus.
–No es de arena, Rafa, es de agua. Se llama “clepsidra”. ¿Sabes por qué hay una en este lugar?
El pequeño se encogió de hombros.
—Es para recordarnos que el tiempo pasa y la vida fluye, como un río.
—No le hables de esas cosas, Edu, es muy chico.
María tenía el don de escuchar conversaciones ajenas mientras simulaba que hacía otra cosa. Y el de simular escuchar cuando le hablaban, mientras pensaba en hacer otra cosa. Un perfecto ying yang de déficit de atención. Sus ojos, eternamente fijos en un punto distante, eran la única evidencia de que nunca estaba donde debía.
—No le estoy hablando de la muerte, María, le estoy hablando de la vida. Y la vida hay que disfrutarla, ¿no? Así que tratemos de terminar con esto lo antes posible.
El niño dudó. Irse sonaba tentador. E incorrecto. Después de todo, sólo se muere una vez -a menos que te muerda un zombie, claro está, pero ya había abandonado toda ilusión de ver a uno.
El ataúd de roble barnizado yacía al lado de la fosa abierta y se veía pequeño para albergar a la inmensa mujer que había sido su tía. La imaginó intentando encoger su talle y moviendo el trasero hacia un lado y el otro, como hacía las contadas veces que la llevaban a pasear en auto y él tenía que viajar en el medio entre ella y su tío Horacio. Por un momento se alegró al pensar que eso ya no ocurriría, pero enseguida sintió culpa.
Al parecer no habría una gran despedida para Marina del Prado. Su tumba era la más austera del perímetro y se encontraba alejada de las imponentes bóvedas familiares. Rafael pensó que la frase “un hueco donde caerse muerto” no podría aplicarse mejor. Sintió pena por aquella mujer que casi no había conocido y que pasaría el resto de la eternidad sola, como había pasado la mayor parte de su vida.
—“Qué solos se quedan los muertos”… comenzó a recitar su padre.
Un anciano de ojos grises y piel casi translúcida les pidió que se acercasen para despedir a María.
— ¿Cómo María? ¿No es Marina, papá? —señaló el niño, pero su padre se limitó a llevarse el dedo índice a la boca, en una expresión que a la distancia se vería solemne.
—Deberíamos corregirlo— susurró María.
—Me parece que es un poco tarde. Mirá, ¡Hasta en la lápida dice María!
Ella leyó la inscripción horrorizada. — ¡Eduardo, esto no es gracioso!
—No es gracioso, pero tampoco es trágico. Recibimos nuestro nombre al nacer, y es lógico que al morir lo devolvamos.
— ¡Pero por qué tiene que ser justo el mío! ¿Estabas pensando en matarme a mí cuando encargaste el servicio?
—Claro que no, ¡mujer! Pero no me des ideas. Se encogió de hombros. —El tipo al que se la encargué era medio sordo, o medio estúpido.
—Sólo espero que a mi funeral vaya más gente —contestó ella tímidamente.
—Si a vos todos te adoran. Pero podrías dejar hechos unos brownies, para asegurarte.
Rafael notó que sus padres sonreían. Al parecer hablar de la muerte los ponía de buen humor. El tío Horacio se acercó con un papel tissue en la mano y se secó la frente.
–Esta tal María parece simpática, me habría gustado conocerla.
—Sí, suena mucho más agradable que la tía— contestó Eduardo y ambos soltaron una risotada.
El cura los observó con la imperturbable expresión de quien ya lo ha visto todo, y en castigo prosiguió con una minuciosa e interminable descripción del Cielo, mientras el sol teñía los árboles de anaranjado y hacía brillar las lápidas como espejos. Un excremento de torcaza aterrizó sobre el traje del tío Horacio.
A María -perdón, Marina- le habría encantado.
NATALIA DOÑATE
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