El cebo

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Despertar temprano en otoño era como pasar de un sueño al otro. La niebla borroneaba las casas y arboleda vecinas, impregnando el jardín de silenciosa soledad apenas interrumpida por el alegre canto de los pájaros, siempre bien predispuestos ante un nuevo día. Decenas de babosas se arrastraban por las paredes beige dejando sus rastros errantes y viscosos. Es un hecho que a la naturaleza no le gustan las líneas rectas. Por encima del césped se elevaban cuatro montículos de tierra removida. Volcanes de furiosas hormigas, que habían mudado sus larvas a causa de las últimas lluvias.

Al otro lado de la calle, un perro fantasmagórico hacía sus necesidades matutinas. Preparé un café grande y liviano y me senté a trabajar en la computadora, mientras el día recobraba poco a poco sus colores, con la excepción del cielo, que permanecería blanco por todo el fin de semana.

Sonó el timbre. Abrí la puerta ansiosa, procurando recordar cuál de los productos que había encargado llegaba ese día. ¿Las camisetas de manga larga? No. Tal vez la nueva cafetera. Para mi desilusión, se trataba del hormiguicida.

«Malas noticias para ustedes, amiguitas» pensé con malicia mirando de reojo hacia el jardín. Las instrucciones brillaban por su ausencia, así que arrojé el producto directamente sobre la tierra y esperé. Nada ocurrió. Pensé que tal vez se trataba de un cebo y, armándome de paciencia regresé a la computadora.

En el descanso del almuerzo volví a asomar la cabeza. Pequeños puntos de luz amarillenta brillaban desde el interior del hormiguero, como si un grupo de luciérnagas hubiese sido invitado a pasar la tarde con las hormigas. Removí un poco la tierra con una ramita para ver uno más de cerca. Una larga fila de himenópteros me siguió hipnotizada, pero manteniendo una distancia prudencial. De cerca se apreciaban diminutos colores en movimiento que emitían una débil vibración. Tal vez se tratase de una frecuencia indetectable para el oído humano.

«¿Será que…? No, imposible».

El fin de semana transcurrió sin novedades, salvo por el hecho de que cada vez había más y más «televidentes». Era por demás un hecho curioso, pero yo había invertido una buena suma en veneno y en su lugar estaba proveyendo entretenimiento gratis. Sólo me faltaba comprarles el pochoclo. Frustrada, busqué el producto en Internet para dejarle una pésima reseña, pero los espectaculares comentarios de otros usuarios me disuadieron a esperar un poco más. Valió la pena.

Al parecer las hormigas habían dejado de abastecerse, de reproducirse, incluso de comunicarse entre sí. Fueron muriendo de a poco. El daño a su especie fue irreparable, al menos en los confines de mi jardín. A falta de público, las pequeñas luces se fueron apagando de a una. Nunca supe de dónde tomaban la energía, pero no cabía la menor duda de que se trataba de un invento brillante. Esos bichos estúpidos no la habían visto venir.

Regresé satisfecha a la mesa de comedor, donde aguardaba celosa la pantalla de mi computadora.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/fantichi-32816

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