Ante un ramillete de sentenciosos globos perlados fingió tocar el timbre. Luego saludó con un breve gesto a su madre, que partía ruidosamente en el despintado Dodge. Tras ver el baúl abollado perderse en la distancia corrió unos metros y se ocultó tras el árbol de la esquina. Tenía que pensar rápido. La casa de Laura quedaba a la vuelta de la plaza, a pocas cuadras… pero, ¿en qué dirección? Empezaba a oscurecer, sería más prudente esperarla allí.
Sintió voces infantiles. Las gemelas venían cruzando la cuadra vestidas como para salir en una revista. Ana -lunar en la mejilla- llevaba un vestido blanco, zapatos y moño rojo. Mariana, con idéntica vestimenta pero con los colores invertidos, protestaba porque no le habían dejado maquillarse. La madre les acomodó el cabello de prolijas ondas y les extendió un paquete brillante con un moño. Las vio desaparecer tras la puerta.
Al poco rato apareció Tomás con el abuelo.
—¿No vas a entrar, Felipe?
—Estoy esperando a alguien —respondió mientras se frotaba las manos, incómodo por no saber dónde ubicarlas.
—Ah, tu novia, claro.
—Mi amiga. Ni siquiera me gusta.
—Lo que digas, lo que digas —rio.
Uno a uno cayeron Lucas, Juan Carlos, Victoria y Alicia. Detrás del árbol los vio cruzar con facilidad la puerta. Por segundos la música y la algarabía inundaban sus oídos, pero un golpe seco lo devolvía a los pájaros y el tránsito.
Un globo fugitivo rodó a sus pies. Empezaba a tener frío y lo peor, se iba a perder el cumpleaños. Pensó en la mesa llena de sándwiches, panchos y papitas consumiéndose sin él. Y gaseosa. Si lograba entrar, tomaría litros de gaseosa. ¿Será que ella no vendría? Imposible. En el recreo, como si tal cosa, le había preguntado. Seguro estaba retrasada.
Como escuchando sus súplicas un Volvo color ladrillo se detuvo en la vereda de enfrente. Allí estaba ella, pero por alguna razón se puso aún más nervioso. ¿Y si esta vez le decía que no? El padre los observaba por la ventanilla. Por suerte se quedó en la camioneta.
Dio tres zancadas y la interceptó frente a los globos. Las mejillas le ardían.
—Laura, hola. No sabés lo que me pasó. Otra vez mi mamá se dejó el regalo en casa.
Ella ni siquiera lo miró con pena. Rápidamente tomó la tarjeta que decía «Para Macarena, de Laurita», la hizo un bollo y se la metió en el bolsillo.
—Pero mirá que casualidad. Yo me olvidé la tarjeta. —Y en un susurro agregó: —le compramos una Barbie.
La cumpleañera, la chica más hermosa del colegio creería que ellos eran novios. Pero qué mas daba, él sólo tenía diez años y un mundo de confeti, golosinas y payasos lo esperaba al otro lado de la puerta.
NATALIA DOÑATE
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Ays, qué tierno y qué penita me ha dado él, queriendo disfrutar de la fiesta y teniendo ya desde tan niño que depender de la generosidad de Laurita. Precioso, Natalia, muy entrañable.
Muy bueno, se agolparon los recuerdos de niñez y las fiestas infantiles. ¡Saludos!
Gracias!! 🙂
Qué entrañable historia…
¡Me encantó! Muy generosa, Laurita, y él un gran estratega. Un saludo.