Desde el exilio

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Canas enredadas en la pata de una silla. Arrugas en los espejos. Me dedicaba a ordenar palabras, a gobernar un planeta de unas pocas horas de vida rebosante de portales que, con el tiempo, me retiraron la bienvenida.

Las ideas comenzaron por encerrarse en sus cuartos, cual adolescentes. Charlábamos al otro lado de la pared, a pesar de la música. Dentro del óvalo femenino de la cerradura las veía respetando mis directivas, aunque a regañadientes (incluso, burlonas). Bastaba en esos días con el amor de su paciencia, de mi constancia.

Hoy las desconozco. No es que me haya transformado en algoritmo (lo atestigua la pesadez de mi cabeza) pero no me siento parte de su alumbramiento. Las historias se me cuelan en la ducha por la mañana y desayunan su barrita desabrida en un colectivo abordado ya infinitas veces: un engendro azul donde el hartazgo generalizado mezquina oídos al vendedor ambulante de seguidores, al profeta de turno que le responde:

—¿Seguidores? ¿A dónde? Si vamos todos para el mismo lado.

Y saltan al teclado sin volteretas mentales, libres de la censura de mi vergüenza, de la aprobación de una sonrisa. Encontrarlas es tarea de bobos, pues visten mi apellido. Igual, no lo haré. No tengo nada que decirles.

Eso sí: si llegan a cruzarse con alguna, hagan el favor de mencionarle (como al pasar) que hice pastafrola.

NATALIA DOÑATE

22 Comentarios

  1. Escasean últimamente, sobre todo en Argentina, recién me crucé un par, me pidieron que les guardes dos porciones de pastaflora…

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