Otra helada mañana de junio en la estación. La bruma subía envolvente desde las vías, como si el mundo bajo tierra fuese una gran morgue -lo cual, pensándolo bien, no era del todo errado. La visibilidad era casi nula a diestra y siniestra, pero con un poco de inventiva podía divisarse un iceberg acercándose lentamente para culminar en una colisión estrepitosa.
El hombre del periódico no tenía imaginación. Hecho un ovillo, con las noticias dolorosamente apretadas contra su pecho, dormitaba recordando unas vacaciones en la playa que habían tardado meses en llegar y lo habían dejado con un sabor amargo en la boca agrietada. Su gran tamaño, sumado a la poblada barba y el gran abrigo imitación piel le daban un aspecto de hombre de montaña que no cuadraba con la ciudad. Quien lo mirara no adivinaría que se trataba de un contador.
El niño de la mochila de Spiderman sentía frío. Saltaba de pie en pie mientras abrazaba a los empujones a la madre, cuyo cuerpo, por causa de tantas telas de por medio, no emitía calor alguno. Dicen que lo primero que capta el ojo humano es el movimiento, y en efecto, una sombra fugaz a su izquierda le hizo olvidar toda molestia.
— ¿Viste eso mamá? —dijo con un hilo de voz.
La madre no se inmutó. La sacudió con fuerzas.
—Mamá. ¡Mamá! ¡Alguien se cayó a las vías!
La madre lo miró, apenas preocupada.
— ¿Estás seguro, amor? Yo no escuché nada, y además sería raro caerse así como así.
Un grito desesperado le hizo cambiar de parecer al instante. Allí abajo había una mujer.
— ¿Se encuentra bien?
— ¡El tren! ¡Por el amor de Dios sáquenme de acá!
Su madre caminó con precaución bordeando el andén. Buscaba a la dueña de la voz.
— ¡Siga hablando! ¡No se calle!
Finalmente, dio con ella. Una mano blanca con un anillo dorado surgía de entre la niebla negándose a aceptar su destino. Por pocos segundos el tiempo se detuvo, pero la madre tuvo una idea. Unió rápidamente las bufandas con un fuerte nudo y ató un extremo a una columna y el otro a su cintura. Asegurada ante una eventual pérdida del equilibrio, estiró los brazos hacia la implorante dueña de la mano y logró subirla con algo de esfuerzo. Era pequeña y delgada y su frente estaba manchada de sangre, pero a rasgos generales estaba bien.
Se abrazaron y lloraron. Luego, ante alguna señal invisible, se giraron hacia el niño y lo cubrieron de besos por toda la cara.
El sonido de una bocina lejana les indicó que era ya hora de seguir con sus vidas. El hombre del diario se incorporó aturdido, revelando una altura de aproximadamente dos metros y, resignado ante la perspectiva de otro día tedioso, se perdió en el interior del tren, donde dormiría por otros cuarenta minutos.
NATALIA DOÑATE
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Entre tanta niebla y tanto gris, aunque a penas se pueda ver, aún queda la esperanza de encontrar una mano amiga. Qué bien!
Así es
Bonita historia Naty. De nuevo jeje.
Gracias!
Muy bueno. Ante el adormecimiento generalizado son los niños los que nos despiertan. Me gustó mucho. Saludos.
Gracias, como siempre tan amable!
Hay muchas personas sin imaginación como este hombre gris. Está claro que no es tu caso XD ¡Genial! Saludos 🙂
Muchas gracias!! el hombre gris sólo necesitaba abrir lo ojos, tal vez algún día lo haga