El mar muerto

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La casa de las arenas

Las pepitas de sal marina forman un médano central en el fondo del vaso. Otra vez se ha decantado la solución. Ella considera agitarla en amplios círculos, pero sólo cuenta con un margen de dos centímetros de error antes de derramar el líquido sobre la mesa veteada de melamina. Opta por beber un largo sorbo insípido. Ahora sí, se anima y observa con placer cómo el cúmulo se dispersa en ascendente remolino. Un chorro de brisa fresca irrumpe en la habitación, cargando cotilleos de pájaros, canes y otras novedades: la presencia lejana de una mezcladora de cemento confirma que los Rodríguez han logrado costear la piscina.

La pantalla de la computadora, refugiada bajo el parasol de su silueta, continúa en blanco. Sin más que hacer, la mujer da otro sorbo al agua, ya bien salada, y se consuela en el cumplimiento de la promesa de tomar más electrolitos. Al mediodía invernal, el gigante de oro pega de lleno contra el muro, lo que deviene en un ahorro en calefacción. La ventana abierta es un mal necesario. Sin sonidos externos, el zumbido de la heladera, el ventilador de la notebook y los suspiros del felino se hacen insoportables.

¿Cómo podría alguien concentrarse en esas condiciones? El celular silente reclama atención y una pequeña pero molesta notificación anuncia que el pedido del supermercado está próximo a su arribo. Pronto una mano apresurada tocará el timbre y la casa será invadida por bolsas repletas de verduras exigiendo ser lavadas -si no lo hace de inmediato las olvida hasta que se echan a perder-, lácteos exiliados suplicando frío y alimentos congelados con urgencias aún más válidas. Que no ose llamarla «exagerada» quien no se haya intoxicado alguna vez con langostinos. «Tuxedo» tiembla en sueños. Sueños simples, de gato, que no exceden los confines del trapecio de luz en el que yace su barriga, resultado de una cooperación artística entre el sol, el tender y el marco de la ventana.

Los últimos granos de sal vuelven a tocar fondo. Curioso reloj de arena que reclama el tiempo malgastado. Ella agita el vaso con impaciencia.

¿Quién llegará primero? ¿La inspiración o la lechuga arrepollada? ¿Una historia de amor o el queso crema? De caer todos a la vez, ¡qué caos sería! La ansiedad conquista el espacio aéreo de la cocina. La mujer sacude los brazos como si se estuviera electrocutando y luego los estira por encima de su cabeza, en un anhelo de relajación. Entonces, se descubre rodeada de filamentos blancos e ínfimas lentejuelas de luz; motas de polvo y pelo de gato que se han desprendido de su abrigo. Embelesada ante el humilde paisaje, ignora la desesperación de un insecto que ahora naufraga en el Mar Muerto en que se ha convertido su vaso. Y es que la aparición del desdichado punto negro coincide -providencia divina- con una de similares características en la pantalla del ordenador. Una letra. El infinito.

Un timbrazo estridente crispa la cola felina y la destierra de la cocina. Orgullo herido que se lame desde la cima del lavarropas.

La mujer no percibe otra cosa que el poncho de sol en la espalda y la sangre corriendo carrera hacia sus falanges. De un sorbo apurado traga agua, sal e insecto y, sin un ápice de gratitud, hace el vacío a un lado.

NATALIA DOÑATE

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