El ojo del huracán

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blog literario

La paz que sucedió al huracán contribuyó a una ilusión de felicidad que, de adulto, no he sabido recuperar. Es cierto que los días posteriores fueron crueles; pasado y presente esparcidos por el jardín, el penoso balance mental de bienes y observaciones al margen (intacto, estropeado, adiós para siempre), los «quizás» y los «por qué», los imprevistos en reparaciones. El huracán es un caco desquiciado, que tanto descarta una caja fuerte como ama las fotografías viejas, los dibujos en la heladera, las piedritas sanitarias del gato. A la reposera la encontramos anidada en el único árbol que quedó en pie: el roble de los Rodríguez. Aún me pesa la impotencia de los barriletes desgarrados en el cuartito de las herramientas, entre tablas de madera y atisbos de cielo, las mezquinas alegrías de la desgracia en compañía.

La solidaridad caducó al mes. Pronto le siguió el pudor. Lo entendí al encontrarme con el solero verde de mi madre, sin mi madre, en la fila del banco.

—Buenos días, Gudelia. Ese vestido es idéntico al que se trajo mamá de Europa.

—El que lo encuentra se lo queda —respondió con escarnio.

No supe qué decir. Temí que me robara una lágrima.

En casa, no emití palabra. Decidí abocarme a la tarea de «encontrar» cosas en la suya. El jueves, de camino al colegio, me hice de un juego chino de té que se asoleaba en la galería. Lo estallé contra la fachada. Otro día aproveché un descuido para tomar la compra del supermercado del baúl de su auto. El fin de semana me adentré en el jardín trasero y emergí con una pastafrola casera. Los días transcurrieron sin que ella tomara represalias, lo que me enfureció aún más.

Una noche de insomnio, el rencor me tentó a doblar la apuesta. La debilidad de Gudelia eran las joyas, lo sabía porque había oído comentarios mordaces al respecto. A las tres de la mañana salí por la ventana de mi dormitorio y entré por la de su cocina. Su perfume marcaba el rastro hacia el comedor. Estaba despierta, lo que me pareció apropiado. Deseaba enfrentarla. Ya tenía ensayada mi respuesta. La venganza se habría dado tal y como lo esperaba, de no ser por la figura de mi padre, copa de vino en mano, que apareció tras sus caderas de seda lila.

—El que lo encuentra se lo queda —solté con voz chillona.

Las tardías muestras de vergüenza, las manos cubriendo los ojos, fueron las últimas migajas que me obsequió el huracán antes de proceder a arrasar con todo aquello que creía salvado.  

NATALIA DOÑATE

11 Comentarios

  1. Me he visto en situaciones parecidas en los últimos días. «El que lo encuentra se lo queda» resume muy bien el panorama. Me ha encantado el cuento. Todavía tengo que entender qué hacía tu padre en su cocina a las tres de la mañana. O mejor lo dejo estar.

    • Gracias. Yo tampoco estuve 🙂 aunque sí tuve una pequeña pérdida en la que subí el texto y se perdieron las correcciones que había estado haciendo por una hora y media.. creo que fue el huracán, jeje

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