El sabio

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Los compañeritos de escuela fueron quedando abajo. Con recelo se elevaban sus risas, el olor a cuero cabelludo al sol, alguna palabra extraviada de contexto. Las mujeres, acaso por pertenecer a la estirpe de los misterios, luchaban por la atención del inalcanzable con chocolatines, con escotes en «V», con caricias poco sutiles. Se rindieron ante la tortícolis, que no es cosa de broma.

Las dejó ir. Una joroba prematura le había enseñado que no es propio de la naturaleza humana el agacharse ante los demás. Para su cumpleaños catorce, cuando ya pasaba el metro noventa y cinco, sólo le quedaban los abrazos culposos de su madre, con quien compartía abandonos, frustraciones, ideas erróneas de intenciones nobles. En el espacio delimitado por los sombreros y las copas de los árboles trabó amistad con las aves y aulló soledad a las estrellas.

Fue su propio corazón el que lo mató. La desdichada mujer acunó la fabulosa cabeza de su bebé por última vez, antes de marcharse del pueblo. De no haberlo hecho, pronto se habría cruzado con abrigos hechos del tapado de su hijo, con pantalones vástagos de su pantalón. Del único par de zapatos -obra de un viejo artesano- emergieron simpáticas margaritas. 

Los más piadosos se persignaron cuando al entierro le siguió la exhumación y los húmeros resurgieron en manos infantiles de espadachines. Las costillas consiguieron empleo como trampa para zorros. Un largo fémur confabuló con unas sábanas para formar una carpa que refugiaría a los amantes que acudían los miércoles al río.

Tras doscientos años de exhibición en un museo, la paciencia de la calavera fue recompensada con la sonrisa de una niña.

—¿Y éste que tiene de especial? —preguntó la pequeña, de dos metros y medio de altura, mientras acariciaba los relieves oxidados de la ficha.

—Nació fuera de época —explicó el padre.

—¿Eso es todo?

—A veces, eso lo es todo, mi querida.

NATALIA DOÑATE

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