En el limbo

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Una cortina invisible y hedionda frenaba en seco a los progenitores -en su mayoría, madres- que se acercaban apresurados con los pequeños. Un problema con las cloacas, aparentemente. Ante la noticia, los menos pegaron la media vuelta a casa, o se fueron a matar la mañana a la plaza, que lucía su primera mano de ocres hojas, pero muchos debían ir a trabajar y el capricho de la materia fecal de salir por las cañerías equivocadas no encajaba en sus apretados horarios. Caminaban furiosos de un extremo al otro de la cuadra.

En la esquina opuesta, también conocida como «la casona del olvido», el tiempo transcurría más pausadamente. Pocos dominaban el arte de inventar razones para despertar por la mañana, pero el olor a medialunas calentitas era un incentivo aceptable.

El problema venía después; las horas muertas entre el desayuno y la novela de la tarde. A las diecisiete en punto las coquetas señoras fantasearían con ser mucamas de uniforme en la mansión donde un hombre rico y buen mozo se enamoraría perdidamente de ellas, y a las diecinueve el segmento deportivo suscitaría animadas charlas y discusiones. La hora anterior a la cena sería, como siempre, un suplicio: tenía una capacidad extraordinaria de estirarse y los viejos se pondrían malhumorados. Finalmente, recibirían con impaciencia la comida y la medicina que les daría largas horas de descanso sin sueños.

Pero en ese momento; ocho y media de la mañana, con estómagos llenos y todo un día vacío de expectativas por delante, los ancianos permanecían en silencio en pequeños grupos. Los que se encontraban de espaldas a la puerta giraron los torsos con dificultad ante el extraño anuncio de Betty, la cuidadora de voz chillona, pero ésta se retiró tan rápido que no dio lugar a preguntas.

Los pocos que llegaron a entender el mensaje creyeron haber oído mal, pero una bulliciosa columna de ángeles de enormes ojos se abrió camino por los pasillos del asilo hasta el salón. Las criaturas se detuvieron un pequeño instante para medir con timidez a esos seres decrépitos que no emitían señales de vida, pero pronto optaron por treparse a sus doloridas rodillas. Al poco rato repartían besos como bendiciones y a cambio, demandaban explicaciones sobre los temas más simples.

— ¿Dónde están tus dientes?

— ¿Por qué tu silla tiene ruedas?

— ¿Sos Papá Noel?

Los ancianos reían y hacían cosquillas. Compartían historias, recibían rodillazos, caricias pegajosas, tirones de pelo. Una niña se hizo pis sobre el regazo de una señora, y por un momento dudaron a quién pertenecía. Las dos debieron cambiarse.

Después del mediodía los pequeños querubines regresaron a su mundo, dejando manchas de marcadores en los muebles, juegos de mesa -otrora polvorientos- desparramados por el suelo, útiles escolares olvidados, decenas de alegres dibujos y anécdotas flotando en el aire, que serían capturadas, compartidas, amplificadas y coloreadas durante semanas.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Macuera

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