El paisaje era indefinido y austero. Así lo supe. No era la primera vez que me ocurría y había aprendido a manejarme con bastante soltura. Lo más importante a tener en cuenta era evitar alterarse. Lo segundo, no evocarlo. Tenía que aparecer solo.
Caminé lentamente admirando el entorno. Era un día soleado y el césped, casi fosforescente, refulgía sin cegarme. A lo lejos se intuía agua. «Necesito algo más», pensé. Como leyendo mi mente una construcción roja surgió a mi derecha. O tal vez ya estaba. Parecía un galpón abandonado, pero podía servir. Me dirigí hacia allí, pensando en lo grato que sería cruzarme con él.
Pronto me encontré en la entrada. Era poco nítida, lo cual representaba una ventaja: menos distracciones. Rodeé el edificio lentamente, procurando disimular mi ansiedad. Era complicado sostener el hechizo. Pero funcionó. Lo vi pasar a través de la ventana, llevando una caja de herramientas. Me hizo una seña despreocupada que interpreté como una invitación a pasar. Me pregunté si él también fingía normalidad.
Vestía su camisa a cuadros y su chaleco de lana azul que mamá le había regalado para Navidad. Estaba más joven que la última vez que nos vimos, pero no demasiado, lo que le daba cierta plausibilidad a la situación. Como siempre, sonreía. Nos observamos unos segundos en silencio y, viendo que no había más que hacer, empezó a alejarse.
— ¡Esperá! —grité.
Se volteó a mirarme, sin detener la marcha. No sabía qué decir, así que atiné a repetir lo usual.
—Te quiero… ¡te extraño!
Mi corazón, explotado de cariño, no hacía lugar a la tristeza.
Se balanceó hacia los costados con las palmas hacia arriba, en un gesto de graciosa resignación que podría leerse como «así es la vida», y se despidió apenas levantando la mano. Lo vi partir, disfrutando ávidamente de cada segundo de su andar, con su espalda algo encorvada y sus orejas hacia afuera.
No tenía sentido perseguirlo. El más mínimo exceso de emoción, el sonido del despertador, o las ganas de ir al baño -lo primero que ocurriera- me arrastraría lejos. En el fondo, siempre era yo la que se iba.
Una vez succionada pacíficamente por este mundo, me pregunté por qué nunca lo hacía hablar. Tal vez mi cerebro ateo consideraba que los muertos no eran capaces de producir información nueva. Sabía que su voz en sus labios no era otra cosa que el reflejo de mis pensamientos, y no quería jugar al ventrílocuo. De momento, bastaría con el recuerdo de su sonrisa y con la certeza de que me había querido.
NATALIA DOÑATE
Bella, muy bella la forma de mezclar el mundo de los sueños con el mundo de los otros sueños.
Gracias, Joiel
A menudo sueño con ellos, que voy a ver a mis padres porque hace tanto tiempo que no los veo y los he dejado abandonados, al final despierto y me queda esa sensación de vacío y deseos de estar con ellos.
Me ha pasado con mi abuelo, que sueño que olvido visitarlo y un día vuelvo, sabiendo que pronto se irá de nuevo porque vino por un tiempo «prestado». Gracias Berta por compartir.
¡Hermoso!
Gracias!
Muy hermoso Natalia y bellamente narrado. Como dice Jaime uno no puede dejar de identificarse pues creo que todos hemos soñado con nuestros muertos añorados. Saludos.
Imposible no identificarse con este escrito. También en mi mundo ha sucedido.
Gracias Jaime, me alegra que te haya gustado.