Toda su vida pasó frente a sus ojos. No se trató de una experiencia cercana a la muerte: ninguna superposición de veloces imágenes se filtró alocada para robar un último momento de fama. Fue un proceso largo, lento y gris, que empezó con el avistamiento de sus ojos de caramelo «media hora» en un picnic de primavera.
Años después, aceptando con estoicismo un futuro de inexorable soledad, tomó su lugar en primera fila y la vio entrar a la iglesia: un ángel apenas sonrojado enfundado en blanca seda. Portaba con desenfado el ramo de flores silvestres que le había obsequiado, a sabiendas de que odiaba las rosas. Otro habría huido a lamer sus heridas a los bosques, o a un país lejano donde volvería a empezar bajo otro nombre, pero el sujeto de los ojos húmedos al final del pasillo era justamente su amigo de toda la vida. Su destino sería a su lado. Su rol esa noche: ayudarla con las valijas en el aeropuerto y regresar a su departamento de soltero sin verter una lágrima, con labios anhelantes de miel.
Con el paso del tiempo afianzarían su amistad, lo que lo volvería imprescindible en los momentos más corrientes y rutinarios: cumpleaños, enfermedades, desengaños de la vida matrimonial y laboral, ascensos, madurez. En tres ocasiones vería poco a poco crecer su vientre y otras tres iría al hospital; dos con bombones y osos de felpa, una con el corazón hecho a un lado y dispuesto a ayudar. Dos criaturas que serían su mayor adoración lo llamarían tío por el resto de su vida.
Sería ilusorio creer que no habría momentos tensos: una tarde se hallaban solos en la cocina y sintió tantos deseos de besarla que tuvo que retirarse fingiendo malestar estomacal. En otra ocasión tuvo que emborracharse hasta no sostenerse en pie para no moler a golpes a su amigo, ante la confesión entre copas de que la había engañado con la chica de la oficina. Pero a rasgos generales practicaba el autocontrol y a cambio recibía pequeñas dosis de felicidad, consciente de que su vida pertenecía a otra persona.
Una tarde fresca de abril, la vio enviudar. Para ese entonces los límites de parentesco ya se habían desdibujado junto a cualquier rasgo de juventud de su rostro. Era «el abuelo Juan». El destino le regalaría aún unos pocos pero felices años de caminatas por la plaza y meriendas con mate y facturas antes de quitársela con una enfermedad que la apagaría lentamente. Jamás tuvo un gesto hacia ella que denotara algo más que tierna amistad.
Para el acto final, se sentó a su lado a esperar pacientemente, dándose por primera vez el gusto de acariciarle la mano. Prometió velar por la familia que dejaba atrás. Algún día, serían sus herederos, pues no había tenido hijos propios.
La respuesta de ella fue un susurro tan suave que dudó haberla oído.
—Yo te quería a vos.
No hubo beso de despedida. Tras una vida de espectador, no sabía quererla de otra manera.
NATALIA DOÑATE
Imagen: Autor: Brandon Morgan, en Unsplash.com | CC0
Hola Natalia, una historia tremenda, dos vidas afectadas, un espectador tibio que nunca se decidió a nada. Conmovedor. Saludos.
Gracias Ana! Buen domingo!
Bellísima historia que permite penar que raza cruel aún tiene esperanza
Gracias por tus amables palabras, como siempre
Hermosa selección de palabras y tranquila conclusión, como si no pudiera ser de otra forma.
Sentí la historia.
Muchas gracias por pasar y comentar, me alegra que le haya gustado