Murió la pareja. Ella está bien.
Él, también. Al menos no fue una desgracia. Una noche cualquiera de septiembre se reunieron en la alcoba y, tras su ritual habitual de pies y corazones tibios, notaron que la relación estaba helada. Irrevocablemente muerta. En vano habían ignorado sus constantes silencios y suspiros, a la espera de una mejoría espontánea. Tampoco había sido de gran utilidad el reciente viaje a Punta Cana. Dicen que la brisa salada hace maravillas para la salud, pero quien habla de más sólo denota su ignorancia en lo que a parejas se refiere. Éstas son entidades sensibles. Cuando convalecen, tienden a consolarse en el pasado, pues las playas paradisíacas y la vista de cuerpos semi desnudos les hacen daño. Proliferan como bacterias los berrinches, o bien, los silencios. En las agonías más largas, una cosa suele alternarse con la otra. El diagnóstico siempre es tardío. Por eso se estilan los tratamientos paliativos.
Ella está triste. Él, también. Amaban a la pareja, a pesar de sus exigencias. O quizás por ellas. En ocasiones era caprichosa, pedigüeña. También sabía ser dadivosa. Un refugio de la crueldad de la mente obsesiva, de las expectativas de los interesados, de los bocinazos de los colectivos.
«Un lugar donde ser yo misma» decía ella. Él, asentía -y echaba otra palada de tierra.
— ¿Qué haremos ahora, con sus pertenencias? —se preguntaron dos días después del funeral. Los bienes de cada uno eran fáciles de dividir, pero, ¿y los de la pareja?
Lo primero que se repartieron fueron los utensilios de cocina. Fue un proceso más bien simple; él no sabe preparar waffles, a ella el café le da acidez. Dividieron la vajilla en partes iguales —y, con el egoísmo propio de los dolientes, rompieron en segundos relaciones de toda una vida entre cuchillos y tenedores, entre platitos y tazas de té. Taza taza, cada uno a su caja. Los electrodomésticos, cuyo orgullo es simplificar la vida de sus dueños, optaron por agruparse según precios similares. ¿Para qué poner palos en la rueda? Se dice que las separaciones son difíciles cuando hay dinero de por medio. Yo creo que facilita las cosas.
Los muebles tomaron la iniciativa y se dividieron solos.
— ¡Me voy con ella! —se apresuró el sofá.
—Él es más divertido —retrucó, ofuscado, el televisor. Jamás volverían a cruzar palabra.
El lecho matrimonial fue ninguneado y eventualmente vendido por unos pocos pesos. Como perro sin dueño, nunca volverá a ser feliz. Surgieron discusiones con respecto al coche y a las valijas Samsonite. Vino el tiempo a poner orden y el asunto quedó zanjado.
Ella y él se dieron la mano. Ella lloró. Él, también.
Yo permanecí con la mujer, pues soy su mayor confidente. Casualmente hablamos anoche.
«Querido diario«, me escribió. «Hoy me volví a cruzar con él y no lo vi nada bien. Entre pitada y pitada al cigarrillo -resulta que ahora fuma- me ha dicho que no logra superar la muerte de la pareja, que se siente vacío. Me dio mucha pena. Una trata de hacer las cosas bien, de ser justa. ¿En qué habremos fallado?«
Yo permanecí mudo, aunque conozco la respuesta: la repartija no fue equitativa. El día en que él se fue noté cómo la Esperanza sonreía en las pupilas de mi ama. El Amor, incompatible con ella en ese momento, la descubrió también y supo que debía marcharse. Yo mismo lo vi dar un brinco desesperado y aferrarse con fuerza a la botamanga del jean que se retiraba, segundos antes de que el hombre cerrara la puerta para siempre.
NATALIA DOÑATE
Imagen: spekulator Photos | FreeImages
Que buenísimo, enhorabuena
Gracias, Moly!! 🙂
Me deja pensando. Cuántas realidades cómo esta habrá por ahí?
Un mundo de fantasía y elecciones.
Y siempre que elegís, perdés algo y ganás algo. Gracias por pasar, Joiel