Los empresarios llevaban más de diez años de provechosas relaciones comerciales con el gobierno de Cuba. Eran, ni más ni menos, los representantes de una renombrada marca de cigarros en la Argentina. Pero se estaban haciendo viejos y los viajes frecuentes al lagarto verde los tenían agotados. Si bien no despreciaban el encanto de los paseos por el Malecón y la Habana vieja, deseaban también conocer otros paisajes más trillados, como los canales de Venecia o la Torre Eiffel. De ser posible, por separado. Bastante tiempo compartían ya en la oficina.
Una vez entregada la llave del negocio -metafóricamente hablando- a manos jóvenes y ambiciosas, subieron al avión para un último viaje, que no sería justamente el más ameno, pues la burocracia era el fuerte del país y había mucho papelerío por completar. En una reunión en un edificio austero, entre tazas de excelente café, plantearon por última vez su voluntad de conocer a Fidel en persona. Cada año hacían lo mismo y el pedido inatendido se estaba volviendo una tradición. Pero en esta ocasión el funcionario estatal les tenía una sorpresa: un pequeño celular negro.
—Tengan el aparato siempre con ustedes. El comandante suele llamar en los horarios más extraños, no descarten que les suene a las tres de la mañana.
Los argentinos se retiraron sin disimular el entusiasmo y en un almuerzo de todo menos ejecutivo, entre ron y ropa vieja fantasearon con la charla que tendrían con el presidente. Dejarían la cámara de fotos a mano, en caso de tener que salir con prisa a su encuentro.
El día transcurrió sin novedades, pero entre reunión y reunión sopesaban las posibilidades de recibir el llamado. Según sus fuentes, era altamente probable que éste se diera el viernes por la noche, en la víspera de su partida, lo que lo hacía aún más emocionante. Por la tarde visitaron a un conocido local que vendía granos de café bañados en chocolate y dulce de guayaba. Llevaron jabón y caramelos de regalo y pasaron la tarde tomando mate. El teléfono permanecía como un invitado silencioso a un lado de la mesa. Su magnetismo atraía las miradas furtivas de los presentes.
El ansiado viernes transcurrió sin novedades. Cenaron en la Bodeguita del Medio y por primera vez cedieron a la tentación pueril de dejar sus nombres escritos en la pared. Agotados, volvieron al hotel a armar las valijas y seguir aguardando el llamado.
Eran recién las once de la noche, pero el sueño y la idea del inminente viaje los tenía fastidiados.
—Qué personaje, este Fidel, ¿eh? —dijo uno.
—Nos va a terminar llamando a las tres de la mañana, como dicen que suele hacer.
—No es justamente famoso por ser atento —respondió su socio y amigo.
—La verdad es que ya se me fueron las ganas de verlo.
—A mí también, pero, ¿qué hacemos si nos llama? No podemos rechazar la invitación, sería una descortesía.
—Bueno, en cualquier caso, no es que vamos a volver, ¿a quién le importa?
—Tenés razón. ¿Así vamos a pasar nuestra última noche? ¿Esperando el llamado de alguien que ni siquiera nos cae bien?
Y en una perfecta sincronía nacida de décadas de trabajo y amistad, uno apagó al engreído teléfono, mientras el otro pedía un taxi descapotado en la recepción del hotel. Mojitos en mano, dieron una última vuelta por la Plaza de la Revolución y brindaron por un futuro prometedor y libre de compromisos.
Si hubo o no llamado, jamás lo sabremos. Pero si a ellos no les importa, a nosotros, menos.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.flickr.com/photos/danielchodusov/8873427894/
Dejar el móvil apagado añade perspectivas más gozosas, y liberarse de algunas personas también.
Totalmente. Muchas cosas y personas sólo tienen el valor que nosotros les damos
Hay cosas que simplemente dejan de importar. Muy bien Natalia, saludos!
Gracias, Ana!