Vestía pollera larga, camisa psicodélica con el símbolo de la paz en azul y rojo, collares varios y grandes aros. El cabello peinado en alto la hacía ver mayor, aunque debo reconocer que mi apreciación era parcial. Detestaba todo cambio de look que la alejara de su imagen de «mi mamá». Yo me disfracé de Batman.
La cochera se había transformado en un salón de fiestas. Guirnaldas, globos, música a todo volumen y luces de colores que formaban danzantes estrellas en las columnas de cemento. Los habitantes del edificio habían colaborado con lo que podían, pero lo más importante era el estado de ánimo. Los adultos estaban desaforados; se abrazaban, gritaban, saltaban. Bailamos y comimos por horas.
Hubo momentos extraños. Ante la mirada atónita de sus hijos y esposas, Don Raúl besó en los labios a Don Carlos. La del 5to C, cuyo nombre no recuerdo, se paseaba de un lado al otro regalando sonrisas en su atuendo de odalisca. Ni una vez pidió que bajasen el volumen, como solía hacer.
Mamá sólo tenía ojos para mí. Me daba vueltas en el aire, me abrazaba y preguntaba constantemente si me estaba divirtiendo. Yo advertía una sombra en su semblante que no lograba definir.
En algún momento después del baile en trencito, un señor creyó que sería buena idea desvestirse y el resto se sumó. Ella me alzó y me cubrió los ojos. Fue la señal de que la fiesta se había terminado para nosotros.
De regreso en el departamento, supuse que me mandaría directo a la cama. Pero me equivocaba. Jugamos videojuegos y luego me leyó un cuento. Las paredes retumbaban por la música de abajo y se oían gritos de pelea en la calle. No me permitió mirar por la ventana. Me dormí en su regazo, sumido en tiernas caricias. Era lunes.
Desperté en la misma posición, con su mano dormida aplastando mi cabeza. La sacudí con fuerza pensando que llegaría tarde al colegio. Me miró confundida y negó tristemente con la cabeza.
Fue una semana extraña; de pocas palabras y mucha televisión. Atravesamos una pequeña gripe sin llamar al médico y varios cortes de luz y de agua. Con el pasar de los días los tiros en la calle se hicieron más esporádicos. No recuerdo el momento exacto en que las cosas volvieron a la normalidad, pero sí que el evento en la cochera y las circunstancias que lo rodeaban pasaron a ser un tema prohibido.
A la fecha, los vecinos carraspean incómodos cuando se cruzan en el ascensor. A mi manera, yo también perdí el gusto por las fiestas, que desde entonces asocio en mi mente con el recuerdo de los ojos tristes y desamparados de mi madre.
NATALIA DOÑATE
Imagen: Autor: Bruno Ramos | CC BY-SA 4.0
Un relato interesante Natalia, lo tuve que leer dos veces. Me quedo con la duda de qué pudo haber pasado pero bueno, a veces las fiestas vecinales acaban mal, todos se alocan, se agreden y ofenden. ¿Qué tenía la mamá? Me da la impresión que había algo más. En fin, enigmático…saludos…
Gracias Ana! Fue raro, jaja. Se apresuraron en despedirse de un mundo que al final mo terminó, y cada quien tendrá de qué arrepentirse, menos la madre que sólo se preocupó por el pequeño
Ah ya, o sea, pensaban que en realidad el mundo iba a terminar. Ok, perdón que me lo tengas que explicar con manzanitas, creo que hoy amanecía media dispersa. Jajaja, muy bueno. Saludos.
Jaja para nada, ese tipo de comentarios son los que mejor me vienen! Ya veré como agregar algo para que se entienda mejor. Gracias!