Con ojos inquietos analizaba cada tramo del recorrido en busca de hombres sospechosos, mientras le apretaba con fuerza el brazo para hacerle caminar más rápido. En vano intentaba ella distraerla con alguna anécdota del colegio; toda su atención estaba en la calle.
Vivían en una modesta casa de techo verde a pocas cuadras del centro comercial, entre una mercería y un terreno baldío que los niños de la cuadra usaban para jugar. Ella no. Cuando llegaban a la puerta su madre se aseguraba de que nadie las seguía y la metía adentro con prisa. Luego ponía traba, cerrojo y candado y espiaba por la mirilla. Una vez a salvo, le preparaba una rica merienda y, ya alegre como la primavera, le preguntaba por su día.
Ella no entendía cuál era el problema.
—Si viene un ladrón yo le voy a quemar las manos en la hornalla, má —le había dicho una vez, pero ella seguía preocupada.
—También puedo atarlo rápidamente con una soga y llamar a la policía, si no querés que lo lastime.
Sus iniciativas eran agradecidas con sonrisas y besos en la frente, pero el ceño de su progenitora permanecía fruncido.
Después de merendar miraban los dibujitos animados de la tarde y luego se iba sola al cuarto a hacer la tarea. Le gustaba perderse en el cielo azul rayado por los barrotes de la ventana e imaginar que volaba. Algún día lo haría. Saldría con los brazos desplegados envuelta en una sábana y aterrorizaría a los malos para que dejasen de perseguir a su mamá. Si alguno se pusiera impertinente, lo elevaría por los aires y lo abandonaría en la rama más alta de un pino, donde gritaría por ayuda hasta ser rescatado con una larga escalera. Los bomberos, confundidos, oirían risas a sus espaldas, pero al voltear no verían más que el aire.
Ella ya estaría lejos; sobrevolando el río, apenas rozando el agua con la panza y atrapando peces de colores para la cena. En casa la aplaudirían, porque el kilo de merluza estaba cada día más caro y con el tiempo, el rumor de «la niña voladora» llegaría a los vecinos y todos le encargarían pescado, que ella repartiría gustosa a cambio de gaseosa y queso rallado, que siempre faltaba en casa.
Como cabría esperar, la niña creció para convertirse en un adulto perfectamente normal. Sólo conservó un superpoder.
Jamás necesitó cerrar con llave.
NATALIA DOÑATE
Imagen de: Bernabé Expósito en imagenesgratis.eu | CC BY-SA 4.0
Hermoso cuento.
A diferencia de la niña de la niña que se convierte en princesa voladora y de otros comentaristas anteriores, yo crecí en un entorno en el que parecía que no había nadie malo ni mayor peligro que darse un coscorrón con las esquinas del pasillo.
Y eso me creí.
Tenía ya casi 30 años y una úlcera de estómago cuando cuando al final caí del burro.
Han pasado otros 30 años y a veces todavía se me olvida que hay gente mala y estúpida.
Distintos comienzos, iguales resultados. Es cierto eso de que vemos las cosas.como somos. Quien no tiene maldad, no la espera
Buenísimo relato. Sin exagerar te diré que las madres se vuelven hasta karatecas con tal de salvarte. (Historia real, mi mama se convirtió en tortuga ninja una vez). Una no debe absorber el miedo del momento, más bien absorber la valentía de quien te defiende. Muy bueno.
Entiendo. También es necesario
Muy bonito cuento. Eres incansable Natalia. Felicidades y siempre agradecido por compartir tu talento.
Solo escribiré cuatro palabras: la niña tiene estilo.
Free style