Que al pobre de Vincent se le ocurriera combinar a sus dos pasiones, era mera cuestión de tiempo. Un suceso trazado en el destino tan claro y delimitado como la primera pincelada de un óleo. Ella era etérea, inalcanzable, como el firmamento sobre las cabezas de los hombres, como la inmensidad del mar. Pero él ya había logrado captar a todos estos elementos y otros tantos más, que yacían ahora en torcidas columnas de lienzo y telas, apoyados sin ton ni son contra las mohosas paredes del ático que le servía de habitación. Con la muchacha en cuestión, el asunto se complicaba un poco, pues ella era inquieta e impredecible, como todo ser vivo. Él corría, por su parte, con una pequeña ventaja. Trabajaba en su cafetería preferida.
Cada mañana le reservaba, sin que el dueño del local lo notase, la mejor mesa frente a la ventana. Aquella en la que el nuevo sol se adentraba a tientas para entibiar apenas sus blancas mejillas, sin llegar a sofocarlas, mientras ella suspiraba ante el aroma avainillado de las medialunas. Exactamente cuarenta minutos después él la observaba marcharse, procurando, sin éxito, aferrarse a cada rasgo de su anatomía, impreso temporalmente en sus pupilas. Ella era un misterio, una fotografía mal revelada. Su preciada imagen permanecía unos segundos en su recuerdo, para luego fundirse a negro hasta el día siguiente. Cuanto más intentaba retenerla, más se le escapaba. Los viernes eran un suplicio, pues sabía que su musa no regresaría hasta pasado el fin de semana.
—Esa mujer me tiene embrujado —protestaba entre copas ante sus camaradas. —Puedo evocar hasta el más ínfimo detalle de los rostros de cualquiera de ustedes, e incluso el de unos cuantos extraños que me cruzo en la semana, pero el de ella es como una mancha de aguarrás en mi cerebro. ¿Qué clase de artilugio es éste?
—Pues que estás enamorado, idiota —lo cortaba Manuel, ya harto de tener la misma conversación cada noche de sábado. —¿Por qué no la invitas a salir y listo, como hace la gente normal?
—Es que la tiene idealizada —acotaba su amigo, el filósofo. —Ni siquiera es capaz de verla cuando la mira.
Vincent asentía, pero no accionaba. De haber nacido en otro tiempo, podría simplemente haberla buscado en las redes sociales tras leer su nombre en su tarjeta de crédito, o tomarle una fotografía con el celular mientras fingía una selfie. Pero las cámaras de esa época no estaban a la altura del disimulo que requería la delicada tarea de robar una imagen. No tenía otra opción más que pintarla. Tal vez, si se centraba en pequeños rasgos, podría ensamblar el todo, sin quedar deslumbrado.
—¿Café y medialunas, como siempre? —le preguntó alegremente la mañana del lunes, mientras con ojos clínicos recorría los contornos de su rostro. Casi sin darse cuenta comenzó a calcular medidas utilizando su lapicera como escala. Por la tarde, de regreso en su ático y sin probar bocado, pues el tiempo apremiaba, puso manos a la obra y, en medio de un gran lienzo que le costó buena parte de su presupuesto, trazó la circunferencia facial más fidedigna que conocería la historia de la pintura.
Los días subsiguientes se dedicó de lleno a la boca, pues a la muchacha se le había dado por hablarle, sobre quién sabe qué maravillas, y él podía observar cada línea, cada forma y cada protuberancia con devoción. Con el paso del tiempo, su expresión fija comenzó a incomodarla, y ella dio crecientes indicios de ello, ya sea corroborando en el reflejo de la cuchara que no se le había metido comida entre los dientes, o pasando sus dedos disimuladamente por su cabeza en busca de una cagada de paloma. Vincent no lo notaba, pues los detalles de un sólo rasgo carecían de la fuerza para reflejar la expresión del conjunto. Así como un ala no hace a una abeja, o una pata a una mosca, una ceja no era más capaz de demostrar emociones que una oreja, o una verruga.
«Medio capuchón de lapicera. Un pequeño corazón partido en el labio inferior. Tres pecas amarronadas en forma de triángulo sobre la comisura izquierda» pensaba el joven, y unos oleosos labios surgían del lienzo sonriendo a su creador con gratitud.
Poco a poco, el resto del rostro fue cobrando vida. Ojos verde musgo abrieron sus párpados para jamás volver a cerrarlos. Largos mechones cobrizos se desplegaron como serpentinas sobre unos angostos hombros enfundados en seda. Una marca de nacimiento rosada trepó por el cuello hasta hallar cobijo a la sombra de una oreja.
—No bien termine la pintura la invito a salir —declaró el pintor una noche de bar y recibió a cambio una oleada de vítores de todos los comensales. Se sintió animado. Al parecer, el tener buena parte de ella ya apresada en su cuadro la volvía menos imposible.
Pero quiso la causalidad que ese viernes la mesa de la muchacha permaneciera vacía. Él se limitó a observar el hueco de su presencia con creciente preocupación, mientras algunos de los clientes habituales refunfuñaban por no poder ocupar el lugar. El lunes transcurrió también sin novedades, salvo por el hecho de que una intrépida pareja de ancianos se ubicó con decisión en el puesto y no se movió de allí hasta entrado el mediodía. De haberse aventurado Vincent a andar unos pasos por la cuadra del local, se habría encontrado a su amada en la cafetería de la esquina, degustando unas medialunas desabridas pero libres de preocupaciones.
De más está decir que el romance no prosperó. El talento del joven pintor le ganó eventualmente su modesto sitio en la posteridad. Al día de la fecha la pieza «Mujer sin nariz» forma parte de la colección privada de una extravagante familia acaudalada.
Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/soopahtoe-38507
NATALIA DOÑATE
Genial..!! Gracias por compartirlo..!
Gracias por leer y por pasar a comentar!!
La mirada del enmudecido pintor resulta a menudo impertinente, invasiva y excesivamente escrutadora. Así que huyó la paloma ante la presencia del gavilán y hasta ahí alcanza el original retrato de un divertido relato.
Más alguna que otra caquita de pájaro, que son inevitables ;). Gracias Carlos por pasar
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