Era una colorida tarde de principios de otoño en el Barrio Chino. Personas de diversos orígenes se entrecruzaban, frenéticas y errantes, mientras hacían y deshacían sus pasos oscilando entre novedosas chucherías, comida étnica, ropa barata y artículos de cocina. El buen humor impregnaba el aire, con toques penetrantes de fritanga, pescado e incienso. Mi estado de ánimo no iba a tono con la situación, pues la dieta me tenía de mal humor y me negaba el placer de comprar un helado palito que sólo se conseguía en ese lugar. Con impaciencia frotaba mis manos vacías de dulzura mientras buscaba algún tipo de placebo.
Entre unas mascarillas de belleza que me producían suspicacia y otros objetos que no supe identificar, se asomaba una modesta cajita beige. Se trataba de unos parches que se colocaban en la planta del pie por las noches para purificar el cuerpo de toxinas. Sin ánimo de cuestionarme la efectividad del producto y ante la clara expresión de mi esposo de «ya nos vamos» me apresuré a pagar un pack de 10.
Esa misma noche los probé. Entre placenteros sueños sentí una cálida luz que subía por mis piernas. Desperté descansada y liviana, aunque las sábanas se estropearon con una sustancia negra y pegajosa. Apresurada, las sumergí en agua con lavandina, agradecida de que mi marido había salido a trotar.
Gratamente sorprendida ante la sensación de bienestar que duró todo el día, me pregunté qué otro uso podría darle a ese producto tan maravilloso. Una sensación de inminente catarro me inclinó a tomar la decisión. Esa noche me puse dos remeras viejas y una gruesa toalla por debajo del cuerpo para no manchar. Un parche fue al pecho y el otro a la espalda, a la misma altura. El resultado fue nefasto: una noche intensa de pesadillas repetitivas que se alternaban con malos recuerdos. Mi corazón daba fuertes golpes de alerta, pero el cuerpo no reaccionaba. Reviví engaños, malos tratos, celos y abandonos temporales seguidos de ramos de flores, pero también soñé con situaciones que no habían ocurrido, aunque parecían probables. Mi marido con la secretaria, con una chica en un bar, unas bragas negras en el auto que desaparecían justo antes de que yo subiera.
Desperté empapada y sedienta. Sin hacer ruido me dirigí al baño, donde una mujer que tardé en reconocer pegó un grito desde el espejo. Mi cabello rubio estaba totalmente negro y por mis mejillas corrían senderos de tierra seca, como si hubiese llorado barro. Todo mi cuerpo estaba enlodado y chorreante. Arrojé la ropa al cesto de basura y me di un largo baño. Al salir me sentía feliz y hermosa, pero aún restaba lavar las sábanas, que seguramente estarían mugrientas.
La habitación seguía a oscuras. Abrí la persiana y mis ojos se posaron en la cama. Por un instante creí que perdía el equilibrio. La sustancia asquerosa cubría cada centímetro del colchón y de las sábanas, y caía lentamente en macizas cascadas formando montículos en el suelo. Totalmente insalvable. Un gran bulto del lado izquierdo señalaba el espacio que ocupaba mi esposo. Levanté con la punta de los dedos el edredón y ahí lo hallé; un Adán de barro sin chispa de vida, con la boca abierta completamente llena de barro. Se había ahogado en mi desahogo.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/semarley-42620
[…] Tóxica — LA CASA DE LAS ARENAS […]
Vaya! En este te alejaste un poquito de tu estilo usual y te quedó un relato un poquito mas “dark” pero muy interesante. Este tipo de relatos me encantan. Lo hiciste muy bien!
Gracias! Hay que probar de todo un poco
Impactante. Muy bueno, Natalia.
Saludos
Te agradezco mucho