Conocimos al guía al pie de la montaña, y bajo una improvisada tienda de nylon nos pusimos la malla. El neozelandés, que no portaba bolso, pero tampoco complejos, se quedó en ropa interior. Advertidos de que esa era la única parada con baños -aunque éstos dejaban mucho que desear en términos de higiene- nos dirigimos a la cima. Una escueta fila de rosadas carnes subiendo con lentitud entre la maleza. No éramos lo que se diría un espectáculo de la naturaleza. Arriba, recostados a la sombra como pieles de foca nos aguardaban los trajes de neoprene. Luché para calzarme el asignado a mi nombre, arrepentida de haber mentido con el peso en el formulario. Por suerte el resto del cuerpo fluyó una vez que logré pasar las piernas.
Ya vestidos y con la dignidad intacta escuchamos la explicación del guía, que consistía en el uso de pequeños artefactos de escalada y una breve introducción a señales en caso de problemas. Dos golpecitos en el casco con el puño cerrado indicaban que todo iba bien. También nos advirtió que no debíamos orinar con el traje puesto, pues todo el líquido quedaría atrapado dentro y lo volvería inutilizable. «El que lo hace, se lleva a casa el traje con olor a lobo marino» aclaró. Todos asentimos divertidos.
Animados y listos para la aventura iniciamos el recorrido cuesta abajo. Atravesamos innumerables senderos de agua y roca resbalosa ante añejos árboles, peligrosos peñascos y toboganes de agua naturales, por los que nos deslizamos cual alegres niños. Pronto tuve los pies congelados, a pesar del calzado especial, y los dedos de mis manos apenas se las arreglaban para manipular los objetos de escalada. De todos modos la estaba pasando de maravillas; sólo empañaban el momento mis siempre inoportunas ganas de ir al baño.
Frente a la gran cascada final, por la que bajaríamos a rappel, detuvimos la marcha. De la mochila del guía brotaron viandas que fueron bien recibidas tras horas de ejercicio y frío. Aproveché la ocasión para alejarme en busca de intimidad. Cuesta arriba, en un punto que se me antojó peligroso, pero desértico, me bajé el traje e hice pis apresurada, temiendo no poder volver a subirlo. Afortunadamente el agua helada había enflaquecido mis piernas y no tuve mayores inconvenientes. Me disponía a regresar al grupo, cuando, de entre medio de los árboles, surgió una pareja con una niña. Observé extrañada sus jeans y gorros de sol, los saludé con dos golpes en mi casco y regresé a marcha de pato a mi manada, a quienes ya empezaba a extrañar.
De a saltitos bajamos enganchados de la soga, apoyando los pies en la chorreante pared del peñasco y con la espalda a noventa grados para no quedar colgando. Festejamos la hazaña con té y budines.
Finalmente, bajo la paciente mirada del guía, nos adentramos en el lago azul y helado, donde nos despedimos de nuestra breve pero feliz vida de focas.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/dimshik-58197
Siempre es bueno disfrutar, y cada uno lo hace a su manera. A mí me serían imposibles tales aventuras.
Como dice Ana está muy bien narrado, por eso que he podido vislumbrar la escena en ese punto «peligroso pero desértico» en fin, que me pierdo. Me ha gustado. Un abrazo Natalia.
Como siempre, muchísimas gracias por pasar y por comentar
Como siempre super bien narrado. No me sabía eso de que no podías hacer pis con el traje puesto jajaja, bueno nunca he buceado pero si lo llego a hacer, ahora sé. Saludos.
Jaja aparentemente con los de buceo sí se puede, pero estos eran unos especiales, gruesos, para andar por la montaña.. deben haber tenido más de una situación compllicada, para incluir la info en la introducción