Unos valores de azúcar en sangre algo traviesos determinaron la suerte de Don Carlos. No se trataba de una enfermedad importante. Para ser justos, ni siquiera era una enfermedad aún, pero él lo tomó como una señal para quitarse el peso de encima ante su mujer. La culpa lo había acechado por años; se agazapaba con su cerbatana en la rutina y esperaba los momentos especiales para escupirle dardos en la nuca. Quedaba poco tiempo, ella se adentraba de a poco en la demencia y la necesitaba consciente para absolverlo.
La pobre Amalia, quien aún lo tapaba por las noches cuando refrescaba y le acercaba un whisky con dos hielos si lo veía leyendo junto al fuego. Esa alma de niña que endulzaba sus mañanas con cosquillas y lo llamaba “viejito guapo”. Su mujer. Habían tenido una buena vida. Qué mejor broche de oro que cerrarla en orden y en paz. Tal vez ella también tenía algo que confesar, aunque parecía poco probable. Era un ángel.
Le compró un collar de perlas reales que de tan costoso se veía ordinario y preparó una cena romántica a la luz de las velas. La trató como a una reina. Ella estaba encantada. Después del postre sintió que se le cerraba la garganta. Pero vamos, sólo fue una vez, hace décadas. Ni recuerdo a esa mujer. Carraspeó y con voz ronca, comenzó a hablar.
Qué ocurrió después, nadie lo sabe. El resultado final, un tsunami en la cocina: el suelo cubierto de trozos de vajilla fina que al pisar crujían como caracoles -postal de Shell Beach-, familias enteras de porcelana de Lladró desmembradas, portarretratos desesperados buscando su foto. Cincuenta y dos años de matrimonio hechos trizas.
Yo no los conocía. Lo vi en las noticias de la tarde mientras lavaba los platos. Los ojos muertos de la anciana, sus manos surcadas de venas azules consolándose entre sí, un sendero de sal atravesando las mejillas secas. Labios mal pintados que preguntaban una y otra vez por su marido. El marido, metros atrás en una bolsa de consorcio. Desolador. Los policías iban y venían con la cabeza gacha, sin animarse a mirarla a la cara. Pobre mujer. Los periodistas ávidos de carroña se turnaban para darle picotazos:
— ¿Cómo se siente?
— ¿Lo quería mucho a su marido?
— ¿Se va a sentir segura viviendo en esta casa?
En la pantalla del televisor, una franja roja rezaba:
“URGENTE. ROBO SEGUIDO DE ASESINATO. VIUDA EN SHOCK. CULPABLES EN FUGA”.
Alguien se apiadó de la santa y echó a los reporteros a volar.
—No más preguntas. ¡Respeto por favor!
Cambié de canal desilusionada. Unas treinta personas en escena, entre las que se encontraban los mejores peritos y especialistas en criminalística. A ninguno se le ocurrió preguntar por qué no le habían robado el collar.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/kliverap-40511
Impecable KO final, Un cálido saludo,
He leído varios de tus cuentos y están muy bien.
Especialmente me ha impresionado éste de Don Carlos y Doña Amalia, la pobre Amalia.
Se dice que los matrimonios mayores son como un duelo a muerte: uno de los dos debe morir.
Esto comentaba con humor mi padre, antes de morir él mismo, (de muerte natural, aclaro por si te entran dudas…)
Finalmente él perdió.
Saludos desde el otro lado del charco.
Muchas gracias!! Comentarios como éste me hacen el día. Voy a estar preparada para ganar acá en casa 😉
Buen relato, quién no esconde un muerto dentro del placard?; será mejor dejarlo ahí? O como decía mi madre a los muertos hay que enterrarlos sino siempre vuelven.
Me gustó mucho el desenvolvimiento de todo el cuento, felicitaciones.
Jaja no sé, tal vez si se lo deja en el placard despida olor 😉
Qué cosas!!
Bueno, hay secretos que es mejor se queden así. Para qué abrir heridas cuando lo que se hizo ya no tiene importancia y la persona ofendida ni sabe, ni supo. Bendita ignorancia. Muy buen relato, no dudaría que suceda bien seguido.¡ Saludos!
Reabrir heridas puede resultar catastrófico, la santa lo rajó, jajajajjaja muy bueno¡¡¡
Jaja santa pero no gila
Jajaja que insensible! 😉