Cobijada entre húmedos acolchados, apreciados a pesar del verano, sintió la presencia familiar ante la puerta. Esa mañana sus sueños no se entremezclarían con la algarabía de la cocina; las risas de la abuela, las tazas entrechocándose con las cucharas y la música monocorde de la AM –la única frecuencia que sintonizaba la vieja radio-, pues la mayoría de los habitantes de la casa dormirían por unas cuantas horas más. Él no. Nunca olvidaba una promesa, ya fuese propia o ajena. Arrepentida de haberse ofrecido a acompañarlo tan temprano, procuró permanecer quieta, ilusionada ante la posibilidad de que se apiadase de su sueño. Pero allí estaba, como siempre, su mano sobre su espalda, sacudiéndola suavemente pero con firmeza.
—Vamos, Natalia, es hora —susurró.
Ella se incorporó con parsimonia y casi sin notarlo cambió su pijama por un remerón, un buzo canguro y su malla verde con voladitos –en aquellos días era libre de la costumbre de no salir sin bañarse- y tras una envidiosa mirada al bulto que formaba el cuerpo de su hermano dormido, tragó una medialuna seca y ajustó la correa al perro. Ante el frescor de la mañana sintió cómo el sol -que horas después sería implacable- apenas entibiaba su cabeza.
Él aguardaba pacientemente en el jardín delantero, risueño con su gorro visera blanco y el infaltable palo de escoba. Iniciaron la caminata lenta y constante hacia la playa. Entre charlas esquivaban los pequeños accidentes del camino, adaptado a los caprichos de la naturaleza, mientras el fallido dálmata de gruesa testa y escasas manchas daba los buenos días a cada árbol, cada poste y cada cantero.
Un fuerte viento dio lugar al monótono paisaje que los acompañaría el resto del paseo. Para entonces ella estaba despabilada y feliz ante la aventura. Los balnearios vacíos se fueron sucediendo uno a uno, mientras que las desnudas carpas vestían de a poco sus plásticos blancos y verdes, por un lado, azules y anaranjados por el otro y las reposeras se multiplicaban como amebas. Cada tanto, una efervescencia en la arena indicaba que una almeja había quedado mal posicionada y su abuelo la lanzaba de regreso al mar, deseándole mejor suerte en el próximo intento.
Para cuando llegaron a las vallas de madera, ya se sabía el versito de memoria:
“Treinta días trae noviembre, con abril, junio y septiembre.
De veintiocho sólo hay uno. Los demás traen treinta y uno”.
Pocas cosas resultarían tan útiles en su vida, aunque en ese momento no lo sabía. Ya en las dunas, perro y nieta se soltaron por igual a correr desaforados, bajando torpemente y con largas pisadas por las montañas doradas, tallando a su paso efímeras cascadas de arena, cual pequeñas avalanchas, para luego caer jadeantes en las lagunas formadas por las lluvias recientes. En esos pequeños oasis de esquivos renacuajos y resbalosas plantas verde oscuro, heladas al tacto y alegres a la vista, mojaros sus extremidades y recobraron fuerzas para la vuelta.
Alterados por igual el paisaje y los corazones de los paseantes, éstos últimos se dirigieron a la ya concurrida playa en busca del hotel Coliseo, punto infalible de referencia para el regreso.
En la casa los aguardaban las facturas frescas del día, el mate y el alboroto familiar. Con sorpresa notó que no se había perdido de nada. Su hambre renovado la incitó tomar un churro. Se dirigía con éste y un gran vaso de chocolatada al jardín cuando, como quien no quiere la cosa, volvió sobre sus pasos y pidió a su abuelo:
—Mañana despertame otra vez.
NATALIA DOÑATE
Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/baheo-41379
Precioso y entrañable relato, bien bordado, lleno de belleza. Saludos!
Gracias Ana, un beso
Atrapas la cotidianidad y la cubres con un manto de ternura que conmueve y la convierte en magia. Cuanta sensibilidad encierran tus relatos, Natalia.
Te agradezco mucho, Irene
Natalia regala sueños mientras sueña, ¡qué luz desprende!