Olor a soledad

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1607

El señor Ricardo se quedó solo. No fue por culpa de sus interminables anécdotas sobre los años mozos en el Liceo, ni la manía de utilizar mondadientes en los restaurantes. Fue por la enfermedad. Ésa de la que todos hablan, pero en la que nadie piensa. La cursó sin mayores inconvenientes, con tímidos avances de mercurio que emprendían retirada ante el bendito Paracetamol. En diez días estaba casi como nuevo.

El problema surgió al recibir el alta. Sin una oficina de «objetos perdidos» a la que acudir para reclamar por su olfato, y ante la encogida de hombros de la ciencia -que, para ser justos se hallaba ocupada en asuntos más apremiantes- se abocó a recuperarlo por su cuenta. Compró una caja de aceites esenciales con las fragancias más básicas -limón, eucalipto, lavanda, chocolate, naranja- y armó una rutina de recuperación. Se enfocaba en un frasquito a la vez y lo olfateaba con pasión, pensando en el objeto al que éste le había emulado el aroma. Tras dos semanas de obsesionarse con evocar el color amarillo, el verano y las limonadas al costado de la pileta en casa de su abuela, lo consiguió. Condimentaba desesperanzado una ensalada, cuando el aire se inundó de limón. Éste primer contacto sensorial abrió las puertas a los demás, y las semanas se sucedieron plácidamente redescubriendo frutas, flores y especias exóticas, pero también cloacas, aliento matutino y sudor. Todo era bienvenido y apreciado; hasta la fragancia «rata muerta» tenía su encanto.

«Hora de volver al mundo» pensó. Ese mismo sábado invitó a sus amigos a cenar y disfrutó como nunca antes de la madera ahumada y del asado con chimichurri, pero la sorpresa se la llevó con el postre, cuando notó que podía distinguir a la distancia el olor del helado.

— ¿Les canto los gustos? —preguntó, cuchara en mano, Hortensia.

Él, tras una bocanada de aire y respondió con suficiencia: «No es necesario. Dejáme ver… sí. Ananá, frutilla, crema, vainilla, chocolate al rhum y… turrón».

Los comensales intercambiaron miradas suspicaces y pidieron más trucos.

—A ver, ¿qué perfume estoy usando? —inquirió Susana.

—Veamos… no sé nada de perfumes femeninos, pero noto que tiene sándalo, bergamota y jazmín.

Juan Carlos, quien conocía la marca preferida de su mujer, se apresuró a «googlear» los ingredientes en el celular.

—¡Correcto, amigo! — asintió con asombro. —Te quejabas de tu falta de olfato y resulta que tenés el hocico de un perro.

Ricardo estaba extasiado. Levantó su ceja izquierda y con una leve inclinación de cabeza, añadió.

—Hablando de perros, veo que hoy estuviste acariciando uno —dijo mirando fijamente a Horacio.

—Ahí te equivocás —rio con malicia Susana. —Mi marido es alérgico a los perros, es por eso que no podemos tener uno.

La situación habría quedado zanjada de no ser por el tono pimiento cayena que tiñó las mejillas del susodicho.

—¡Sos alérgico, Horacio! ¿No es cierto que sos alérgico?

Ante el tono pimiento de las mejilllas del amigo, Ricardo se apresuró a desviar el tema.

—Igual no hay nada que envidiarme, camaradas. Este don también tiene sus desventajas, ¿saben? Apropiándome de una frase famosa y cambiándola un poco, digamos que «no todo es OLOR de rosas».

Una pequeña mueca de rechazo se reprodujo en el rostro de la concurrencia. En un reflejo inconsciente Hortensia se olió la yema de los dedos. Susana se apresuró al baño y regresó envuelta en una nube renovada de sándalo, bergamota y jazmín.

Nadie quiso café.

El camino a la soledad fue lento pero directo. Murmullos a sus espaldas, gente que apretaba los brazos o cerraba las piernas a su paso. Excusas inverosímiles a preguntas que no había formulado. Pero lo comprendía. Sabía que Sergio engañaba a Claudia con Cecilia. Que doña Rosa llevaba billetes escondidos en las medias. Que Juana comía chicle para no lavarse los dientes después del almuerzo. Que Julián bebía whisky todas las noches y al día siguiente operaba pacientes bajo altas dosis de café. Y la cara de constipada de Sol era más que justificada, pobrecita.

Un mediodía cualquiera, ya de regreso en el salón comedor del trabajo, sintió un hedor extraño; agrio y dulce, con notas de almizcle y sudor y algo más que no lograba identificar. ¿Qué podría ser?

Las miradas esquivas de sus compañeros confirmaron su teoría. Podía oler el miedo.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/tinpalace-40125

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