Pangea

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El colosal bloque de nubes, que todo lo abarcaba, se disipó en islotes de espuma. Fue el final de Pangea. Velamos durante dos días a su cordillera de montañas grises, al deshielo que se evaporó de camino a nuestras frentes febriles. Necesitábamos de la lluvia para poder dormir.

Los peces alados trazaron una flecha de carbonilla en dirección al norte. La desilusión, que ardía aun sin leña, nos aconsejó ignorarlos. Desde entonces, el único mapa que leemos es el de las grietas de la tierra.  

No hemos vuelto a sentir sed.

NATALIA DOÑATE

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