Es una tarde-casi-noche de las que invitan a salir a caminar, pero en casa no hay quorum. Esposo estudia febrilmente en la computadora, mientras que Cosa-1 y Cosa-2, ya bañados y en pijama, juegan en sus respectivos dormitorios, con los cabellos chorrenado agua a la par del espejo y las paredes del baño. Agradezco en secreto al fenómeno de la evaporación por ofrecerse a encargarse de ambos inconvenientes y, sin perder más tiempo, pues mis impulsos por salir son poderosos, pero efímeros, me auto-extiendo una invitación a acompañarme a mí misma. Nos ponemos un buzo marrón con capucha que no nos favorece y emprendemos la marcha al ritmo de Modern Love de Bowie. No somos fans de él en particular, ni de nadie en general, pero tiene dos temas que nos fascinan -en realidad son cuatro, pero más de la mitad pertenecen a la banda sonora de la película Laberinto, así que es probable que no cuenten.
Nuestro barrio se encuentra repartido a lo largo de senderos arbolados y pequeños lagos. Por las noches, los reflejos de las lucecitas en el agua lo visten de gala. Los otros caminantes que me cruzo a estas horas son tan reservados y esquivos que bien podrían confundirse con espectros. Pocos me devuelven el saludo. Me pregunto qué pensarán de mí las familias que pasan en coche, cuando sus encandilantes faros ponen en relieve mi figura desgarbada y solitaria, que no lleva consigo ni siquiera la excusa de un perro con ganas de ir al baño.
Bryan Adams desvía el curso de mi pensamiento, preguntándole a un «x» si alguna vez ha amado realmente a una mujer. Me resulta imposible no escuchar ese tema sin pensar en un baile de máscaras. Y hacia allí me voy bailando, o mejor dicho, lo hace mi «yo de los 20», que es la que finalmente ha decidido sumarse a la salida, mientras «yo de los 39 largos» observa su juventud con envidia. Ah, pero qué poco sabe ella de la vida. De tener ganas de charlar, le podría contar unas cuantas cosas.
Mariah Carey llega al poco tiempo para recordarme que la música de antes era mejor. Ni siquiera me gustaba ese tema, Without you, y aún así… aún así. De haber seguido con Luis Miguel tal vez habrían tenido hijos que cantarían como los dioses. No como en mi familia, que se juntaron dos progenitores disfónicos y al día de hoy me averguenzo de mis audios de whatsapp -en su justa medida, aclara mi «yo» de casi 40, a la que cada vez es más difícil incomodar con nimiedades.
Unos pasos resuenan por detrás. Una pareja algo mayor ha tenido el tupé de pasarnos por la izquierda. Me pregunto si hicieron a tiempo de oler el tilo, que me tiene como hipnotizada, aunque calculo que no. Requiere de una gran fuerza de voluntad pasar rápido ante ese aroma que no se deja encasillar, que oscila con gracia entre lo delicado y obsceno, lo penetrante y sutil, ubicándose, junto con el del jazmín, en mi top-5 de olores preferidos. El cielo está ahora en su punto máximo de oscuridad -dentro de lo que le permiten la luna, las nubes, y la ciudad, que no se ve, pero se intuye. Yo me deslizo entre las sombras de los árboles y los círculos de luz anaranjada proveniente de los faroles, casi sin sentir las piernas.
Una familia de tres pasa en bicicleta y adivino que juegan a las adivinanzas.
-¿Es una mesa? -pregunta la madre.
-No, responde la niña.
-¿Es un animal?
La respuesta la escuchan ellos y el viento. Tal vez algún tero. Yo estoy ocupada salteando temas que no me interesan en este tiempo y espacio, procurando retener a mi impaciente «yo de los 20», que empieza a dispersarse a medida en que nos acercamos de regreso a casa. Quiero saltear «As de World Falls Down» de Bowie, pero la magia de la noche sólo quiere atraer más magia, así que la dejo ser. Continúa el baile de máscaras.
De pronto, una musiquilla familiar extiende una alfombra de melancolía ante nuestros pies. Se trata de «My fathers eyes» de Eric Clapton. Si mi papá hubiese muerto el año pasado, éste habría sido un momento doloroso, pero por suerte no es el caso. Al menos no esta vez. Como para no quedarse afuera del recuerdo, surge de entre las sombras el pino frente al que me saqué la foto que creí que él no llegaría a ver, a la vez que, indiferente, se aleja a los saltos una silueta amarronada de orejas como palillos. Se trata de una liebre.
Con mi compañera detenemos un minuto la marcha para seleccionar una foto que tomé a la tarde, durante el almuerzo de Pascuas, y se la reenvío al doctor/amigo que le salvó la vida a mi viejo. «Otro momento robado al destino» le escribo, y él me responde con un corazón. El momento se aprecia y se suelta. La caminata se acerca a su fin. Summer of `69, también de Bryan Adams, se cuela en mi playlist para cerrar la fiesta con alegría. Los TOC somos así, gustamos de escuchar un mismo tema o banda una y otra vez.
-Me da pena regresar tan pronto -le susurro a mi compañera.
Ella no responde.
Miro por encima de mis hombros y descubro que estoy sola ante la puerta de casa. Mis hijos aguardan al otro lado, probablemente ansiosos de que les sirva la cena. Menuda sorpresa se llevarán cuando les diga que hoy nos excedimos durante todo el día y que es mejor que comamos fruta.
Aguardo unos segundos, por si ella decide regresar. Finalmente, me rindo.
-Disfrutá de la noche, que es joven -le digo a la brisa fresca.
Las copas de los árboles se mecen con deleite. A lo lejos, un ave nocturna silba un eco que me suena a risa.
NATALIA DOÑATE