Una cuestión de espacio

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En el placard de la habitación de invitados, hoy convertida en una suerte de museo de sus años felices, encontró lo que buscaba. Había recordado aquella caja en sueños, y sumido en la semiinconsciencia temió haberla perdido para siempre. Pero allí estaba. Al principio, algo distinta a cómo la recordaba; segundos después, idéntica. 

Adentro, embalados en papel de diario amarillento, se encontraban los que habían sido los tesoros de su infancia: una regla lupa de vidrio que solía llevarse a los ojos para ver el mundo deformado -ahora le resultaba difícil verlo de otro modo-, la estatuilla de un guerrero hecha con tornillos y clavos retorcidos y el pasaje de clase turista con el que su abuelo había llegado de España, un primero de mayo de 1934. Su ex mujer le había pedido que se deshiciera de aquellos “junta polvo”, como les llamaba, pero él había optado por deshacerse de ella. Y lo bien que había hecho, pues ahora que no tenía a nadie que le dijese qué hacer, sus recuerdos llenarían todos los huecos vacíos de la casa, recuperando el lugar de privilegio de antaño.

Acarició con la punta del dedo la regla lupa y se la llevó a los ojos una vez más. La habitación se transformó en un mundo de nubes de colores. “Mejor acostumbrarse desde ahora” pensó, ya que su vista venía empeorando en forma directamente proporcional a sus años. Caminó un rato torpemente por la casa, recordando lo mucho que le había gustado aquel útil escolar, definitivamente diseñado para todo tipo de propósitos, excepto lúdicos.

Con párpados hinchados, tal vez por la emoción, tal vez por el polvo, la ubicó en un estante del living. A su lado paró al guerrero: viejos amigos en las penas y en las glorias. Más tarde les pasaría un trapo.

Finalmente, llevó el pasaje de barco a enmarcar y lo colgó en la pared más visible de la casa. Después de todo, su propia existencia estaba ligada a ese trozo de papel, sin el cual sus abuelos nunca se hubieran conocido. Lo miró un buen rato, pensando en las callejuelas de España que tanto añoraba, pero que nunca había recorrido. “Tal vez algún día.”

Satisfecho con la nueva disposición de las cosas, retomó su rutina. Pero el esfuerzo por acallar cierta voz interna lo dejó malhumorado, y llegada la noche, se distrajo por un instante. Entonces, el pensamiento, ofendido por haber sido ignorado todo un día, volvió con la fuerza de un relámpago:

— ¡No son más que chucherías!

Horrorizado ante su propia frivolidad se preguntó: ¿Cómo podía él, la persona sensible e inteligente que se consideraba, renegar de aquellos objetos tan preciados y llenos de recuerdos? ¿Cómo podía siquiera insinuar que le estorbaban?

Por fortuna encontró la justificación que le daría paz a su conciencia, a la vez que devolvería a sus humillados tesoros su condición de tales. Después de todo, ¿cuál era el requisito sine qua non para que un tesoro sea considerado tal y no otra cosa?

Y justo antes de que el hechizo se rompiera, tal vez segundos, corrió escaleras arriba, envolvió los objetos en diarios y los arrojó al fondo del placard.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/ask-29459

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