viernes, diciembre 27, 2024
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El gringo

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No way“, se dijo al imaginarse malgastando sus días y sus noches entre nubes de polvo rojizo volátil y mosquitos, en ese paisaje apático de horizonte, animales ariscos, quebrachos blancos y colorados y más y más horizonte, que se hallaba a seis horas por ruta de tierra del pueblo más cercano. Pero también estaba ella, así que desarmó sus valijas sin chistar y nunca más volvió a abrirlas. Pocas ocasiones tiene un héroe enamorado de luchar contra monstruos o dragones por su amada y él se contentó con vencer su aversión al campo y al tercer mundo.

Cambió el té de las cinco de la tarde por tereré y chipá y se despidió de los leones de piedra de Trafalgar Square, inmortalizados en posición perruna por un escultor mal informado, para encontrarse con yaguaretés de sangre caliente y filosas garras que dejaban arañazos en los cueros de las vacas cuando enseñaban a sus crías a cazar.

Su cuerpo citadino, claro y mullido, se curtió con trabajo pesado, y su lengua se entrenó para bailar al compás de un idioma diferente. Aprendió a despertar antes que el sol, a preparar charque, a distinguir una víbora coral verdadera de una falsa y a seguir el rastro de los chanchos silvestres.

Con esa mujer de ojos cautivadores y negros cabellos tuvo dos hijos que no se parecían a él, pero tampoco a los niños de los campos vecinos. Little gringos. Algún día lejano en su lecho de muerte diría que tuvo la oportunidad de vivir dos vidas en una. El único vínculo que mantuvo con sus orígenes fue de carácter epistolar, con  su madre, quien comprendía su situación a regañadientes. No volvió a mirar atrás. Se convirtió en uno más en la comunidad, sólo distinguible por sus facciones y color de cabello. Entendió que el cuerpo humano no necesita de grandes lujos cuando es irrigado por un corazón feliz.

Afortunadamente los intercambios culturales suelen ser bilaterales, y él también tuvo la oportunidad de dejar su huella en los usos y costumbres de sus cohabitantes. Podrá parecer poca cosa, pero era el orgullo del gringo oír que todos los que lo rodeaban, ante una situación indeseable como perder una presa de caza, o pisar estiércol, o caerse del caballo, lanzaban un sonoro y fonéticamente impecable “FUCK!”.

NATALIA DOÑATE

Un regalo de lujo

6
blog literario

Esta historia ocurre en un típico pueblito de montaña, de esos donde la escasez de recursos económicos se compensa con vecinos siempre dispuestos a dar una mano y donde conviven en armonía la naturaleza salvaje de los lagos, cascadas y cúspides con los artífices del hombre: vehículos que soportan las inclemencias del clima, viviendas de piedra de pequeñas ventanas y techos a dos aguas y coquetas casas de té. En época estival los balcones compiten ataviados de coloridas flores y en invierno el blanco impoluto, apenas amancillado por las nubes grises que emergen de las chimeneas, invita al silencio y a la introspección.

El lugar se destaca apenas de otros similares por unos pocos puntos turísticos interesantes, como una gran roca en forma de tortuga, un río amarillo y la casa de ladrillos de Don Roque, que carece de las comodidades más básicas, pero que en su centro alberga un telescopio de última generación a disposición de quien desee utilizarlo. No hay un alma en kilómetros a la redonda que lo sepa manejar.

La vida de Don Roque, que en paz descanse, fue muy dura. Vivía solo y se dedicaba a pastar ovejas, pero se había vuelto conocido en el pueblo por su amor a las estrellas. Cada noche tomaba una bolsa con mendrugos y su cobija y subía al cerro a mirar el cielo. Como temía a los OVNIS usaba un gorro puntiagudo de papel aluminio que supuestamente evitaba que le controlasen la mente. Preparaba una fogata y contemplaba la Vía Láctea por horas. Luego, apagaba cuidadosamente el fuego y regresaba a dormir unas pocas horas.

Una noche se encontraba envolviéndose la cabeza con su casco anti-alienígenas, cuando se topó con un grupo de jóvenes que habían subido a tomar cerveza y a fumar unos cigarros. Ambas partes se asustaron, pero terminaron compartiendo la noche, las estrellas y las bebidas. La noticia del ermitaño que miraba el cielo se regó por el pueblo hasta alcanzar los oídos de una ociosa viuda acaudalada que se sintió conmovida. En un pequeño acto solemne le hizo entrega de un reluciente telescopio y él, entre lágrimas, prometió que todo el pueblo sería bienvenido a acompañarlo.

Y así fue. Aprendió con mucho esfuerzo a manejar el aparato y por meses juntó a grandes grupos de gente para subir a la montaña a escudriñar la espada de Orión, espiar a las Pléyades o navegar por el mar seco de la tranquilidad. Las viandas y el alcohol eran opcionales, no así el aluminio en la cabeza, pero todos respetaban la regla. Con el tiempo el entusiasmo fue mermando, pero si algún aspirante a astrónomo ocasional aparecía en la montaña, tenía la certeza de que se iba a encontrar allí con Don Roque y su telescopio. Y cada tanto, conmigo.

Yo estaba maravillado con las estrellas fugaces. Ponía música en mis auriculares y pasaba horas tirado en una manta esperando que apareciera alguna. Encargué un libro sobre constelaciones y me dediqué a aprender lo más que pude. Iba una o dos veces por semana, sólo si hacía buen tiempo y no tenía ninguna cita con alguna de las chicas del barrio, pero envidiaba el tesón de Don Roque, que sólo faltaba las noches de temporal. Sus huesos viejos parecían cobrar fuerza cuando emprendía la subida a la montaña.

Una noche que resultó nublada le pregunté de dónde sacaba tanta pasión.

— ¿Pasión? Detesto hacer esto con toda mi alma.

Creí que bromeaba, pero me miró más serio que nunca. Explicó que al principio disfrutaba ir solo, cuando tenía ganas, pero luego le habían comprado el maldito telescopio y ahora todos esperaban que les agradeciera yendo todas las noches. Se había vuelto el accesorio de un regalo muy costoso. Sentí pena y dije que por mí se quedara tranquilo, que yo no volvería a ir. Intuí algo de alivio en sus ojos.

Por las noches pensaba en él, allá sólo en la montaña. Como la luz de una estrella muerta se sigue viendo desde la Tierra, la ilusión que el pueblo veía en sus ojos se había apagado hacía tiempo, sin que nadie lo notase. Una noche como cualquier otra, el pastor subió al cerro para no bajar.

Nuestro Roque yace de cara a las estrellas. Murió haciendo lo que más le gustaba” reza su epitafio. La tumba siempre se encuentra decorada con gorritos y estrellas de papel de aluminio. Yo regalé el libro de astronomía y me dediqué a escribir novelas en mi máquina de escribir eléctrica. Un día cierta señora se enteró de mi inclinación por las letras y ofreció regalarme una moderna computadora. La insulté tanto que nunca más me devolvió el saludo.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Greg Rakozy, en Unsplash.com | CC0

Convivencia

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El agente inmobiliario tenía un defecto irremediable. Era honesto. Temía que alguien sufriera un accidente y cargar con la culpa por el resto de su vida. Así que se dedicó a advertir a cada posible comprador sobre la casa, hasta que estuvo a punto de perder el empleo. Para su fortuna, aparecí yo.

—No se ofusque, no creo en fantasmas.

Me observó como quien analiza a su oponente en el póker y decidió que su conciencia estaría a salvo. O bien que mi vida no valía la pena. De cualquier modo, me extendió los papeles y las llaves y se despidió con solemnidad, como si en lugar de un boleto de compraventa me hubiese dado una orden de “no resucitar”. Ironías de la vida, a los pocos meses me enteré de que, mientras yo cruzaba el umbral de mi nuevo hogar, él pasaba a mejor vida por culpa de un extraño accidente doméstico. Pero esa historia no viene al caso.

Yo estaba razonablemente satisfecha con mi nueva adquisición. La cocina era amplia, lo que me permitió atestarla de todo tipo de electrodomésticos que me di el lujo de usar una sola vez. Luego juré fidelidad a la cafetera y al microondas; la juguera, la pochoclera y la panificadora quedaron relegadas a bellos adornos. Compré un juego de cuchillos, de esos que se dejan a la vista y son tan populares en las películas de terror. La habitación principal era amplia y tenía el cielorraso decorado con molduras antiguas. Había un pequeño altillo con objetos pertenecientes a los dueños anteriores. Deprimente. Me limité a cerrarlo y perder la llave.

El barrio, silencioso y tranquilo, se llenaba de algarabía por las mañanas y las tardes, cuando los niños hacían su trayecto de la casa al colegio y viceversa. Nadie ponía música fuerte, ni se comunicaba a los gritos. Pronto noté -típico de casa embrujada- que los problemas eran por las noches. Rasguños y ruidos de cadenas arrastrándose por el techo (nada demasiado fuerte como para afectar mi descanso), sombras que se deslizaban detrás de mi imagen en el espejo, mensajes crípticos en computadoras y blocks de hojas. Sucesos tan standard que me aburre enumerarlos.

Una noche empezó a fallar el televisor. Yo miraba mi serie favorita sobre una enfermera que viajaba al pasado a través de unas piedras antiguas, y justo en los momentos más candentes se cambiaba el canal solo, a uno de deportes. El control remoto no me respondía hasta que los protagonistas de mi programa estaban ya vestidos. Yo no me había divorciado justamente para andar peleando por estos temas, así que fastidiada exclamé:

—Si este televisor vuelve a fallar una vez más, lo voy a tirar en el contenedor de la esquina y voy a llenar la casa de romances de Steel.

Sentí un quejido, como un grito ahogado. Yemas de dedos helados rozaron mi nuca y me volteé rápidamente para encontrarme cara a cara con un hombre bastante buen mozo y de mirada transparente. Literalmente transparente. Pero no se me movió un pelo, porque, como ya expliqué, no creo en fantasmas. Seguramente mi mente cansada me estaba jugando una mala pasada.

—Esta casa es mía —dijo la aparición.

—En eso diferimos, señor. Tengo documentación que prueba que me pertenece.

Por el rabillo del ojo vi cómo se enfurecía. Pareció crecer de tamaño y sentí que volaban pequeños objetos por la casa. Pero yo no iba a ceder al berrinche de un ser inexistente. Estuvo un buen rato desordenando todo mientras yo seguía viendo televisión, hasta que murmuré:

—Qué desarreglada dejé la casa. Menos mal que mañana viene la chica de limpieza y esto no me afecta en nada.

Y me fui a dormir, dejándolo agotado y frustrado. A medianoche lo oí llorar.

Tuvimos una semana pesada, el no-ser y yo. Pero al final le gané por cansancio porque una tarde, a plena luz del día, sentí que se me erizaban los pelitos del cuello y una voz masculina, casi sensual, me susurró al oído:

—Te lo advierto por última vez. Soy el amo de esta casa y vos te vas a ir.

Respondí con lozanía: —acordemos desacordar, querido amigo. Esta casa la pagué con mi dinero y, por otro lado, usted no existe, por ende, no puede ser dueño de nada.

Azorado respondió: — ¡Pero si me estás hablando!

—En eso está en lo cierto. Calculo que tengo alucinaciones y, como soy algo ermitaña, no me molesta hablar sola.

—Pero yo… soy. Muevo objetos, produzco sonido. Además pienso, sé que pienso, entonces existo.

Entonces perdí la paciencia. —Mire, “Descartes”, usted puede sentirse como se le dé la gana, pero no me va a venir a decir a mí cómo lo tengo que percibir. Ése es mi derecho.

Mi razonamiento era irrefutable. Se alejó pensativo y volando bajito y desde entonces vivimos en perfecta armonía. Aparentemente decidió que alguien como yo no podía ser real.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/C_Blizzard-47173

El cuerpo del delito

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blog literario

Javier roncaba intermitentemente, sumido a medio desvestir en un sueño elegante sport. Había aterrizado en el acolchado blanco tras otro vuelo extenuante, apenas atinando el pobre a quitarse los zapatos y aflojarse la corbata. Parecía un muñeco de torta pasado de copas.

Ella había vaciado cuidadosamente los bolsillos del saco y dispersado su contenido sobre la mesa del recibidor: llaves, celular, documentos varios y una hoja doblada en cuatro con el logo del hotel. Su carta de amor. Siempre le hacía una cuando se iba de viaje. Decidió esperar a que despertara y se la leyera en persona.

Las horas pasaron paulatinamente. El departamento era minúsculo y debía moverse en puntas de pie en las penumbras para no alterar el sueño de su marido. Cada tanto, presa del aburrimiento, tomaba el papel, pero lo volvía a apoyar. Sería más romántico escuchar el contenido de sus labios. Pasadas las dos de la tarde decidió salir a comprar el almuerzo. Regresó con una bolsa humeante de pollo al espiedo con papas y al  encender la luz, cegada por el hermoso día que hacía afuera, se encontró a Javier al fin  despierto, aunque aturdido. La habitación apestaba a encierro.

— ¿Qué hora es?

— ¡Hora de comer rico, amor!

Le dio un gran beso y con celeridad abrió las persianas. El sol y el aire acudieron en su ayuda. Mientras ponía la mesa notó de reojo que la hoja había desaparecido.

— ¿Qué hiciste con mi cartita? —preguntó con fingida voz de niña.

Él palideció. — ¿La leíste?

—Claro que no, esperaba a que me la dieras vos, como corresponde.

Pareció aliviado. —Era muy cursi —respondió. —La tiré a la basura.

—Ay, Javier, siempre tan duro con tus sentimientos. Yo quería leerla.

Él la tomó sorpresivamente por la cintura y la sentó en su regazo. Entre besos le describió el contenido de la carta: que la había extrañado muchísimo, que la amaba, que no veía la hora de tenerla en sus brazos. Nada nuevo. Almorzaron en silencio y luego partió a hacer una visita exprés a su madre que vivía a pocas cuadras.

Ella juntó la mesa y cuando estaba por tirar las sobras notó una pequeña discrepancia. El cesto de basura estaba completamente vacío. Apresurada, lo sacó a la vereda aunque estaba a medio llenar y procedió a lavar los platos.

NATALIA DOÑATE

Imagen; Autor: Viktor Hanacek

Agua bendita

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Baldazos de agua límpida ensopaban la ciudad y los campos tras semanas de un sol implacable. Los ceibos, arces y sauces agradecían el bautismo al cielo, mientras cataratas de frescura brotaban por las canaletas de las casas e inundaban los nidos de barro de los sufridos horneros.

El temporal arrasó con la suciedad de la calle y las heces de los perros. Rescató una pelota atorada en un tejado, curó las heridas de la tierra agrietada y lavó la ropa -ya limpia- de los incautos que la habían dejado en la soga. Lustró hasta sacar brillo a las plumas de las lechuzas y los lomos de las vacas. Revivió lagos y ríos agonizantes y fabricó pequeños espejos para cazar nubes. Endulzó el agua del mar y los corazones de un par de transeúntes, cuyas soledades se refugiaban frente al escaparate de una tienda. Desde la pecera empañada de un dormitorio, dos hermanitos se desternillaban de la risa ante la desolación de una mujer traicionada por su propia falda.

Por la parejita del Volvo, poco pudo hacer. Tras oírlos discutir en forma circular por más de una hora, soltó el abrazo de privacidad en el que los envolvía y prosiguió su camino hacia el Oeste, con la alegría de consciencia de quien se sabe seguido de un arcoíris.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: reza shayestehpour, en Unsplash.com | CC0

Cuentos y relatos

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Entrevista en Nota del Autor, ¡muchas gracias Jaime por el espacio y la charla!

Gracias estimadas amigas y amigos por acompañarnos en este lapso de tiempo. Es increíble como las letras de Nota del Autor han sido tierra fértil para el germen de nuevas amistades. Coincidir en medio del ciberespacio es una cosa impresionante. Lo valoramos mucho y deseamos que nuestro encuentro perdure en el tiempo. Para conmemorar este […]

Cuentos y relatos

Cómo escribir un clásico

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Queridos lectores. Mi papá tuvo una idea y me pidió que la pase a palabras, así que hoy los dejo con una co-autoría. Esperamos que les guste 🙂

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Con colaboración de Miguel Doñate

            Un par de llamadas telefónicas del buen Harry, su fiel pero crédulo agente literario, y ya tenía en su escritorio las llaves de una mansión en la playa. Una musa inspiradora de mármol, madera y cristales totalmente a su disposición por ese invierno. Las provisiones, cortesía de un millonario mecenas de las artes, los grandes ventanales al mar y una chimenea imponente para calentar sus huesos de setenta y seis años eran tan sólo un plus. Lo que realmente necesitaba era la soledad.

Sus olvidos habían ido empeorando con el tiempo y sabía que se estaban volviendo peligrosos. No podía ser descubierto antes de terminar su obra maestra. Las decenas de romances insípidos que alimentaban sus cuentas bancarias habían dejado a su ego sediento. Tenía una última oportunidad de dejar un legado, una novena sinfonía que no llegaría a escuchar pero que llevaría su nombre. Un clásico.

Miró con nerviosismo cómo las provisiones y la leña se habían reducido a la mitad. Mediados de invierno. Hojas en blanco. No sabía cómo habían pasado los días hasta el momento, ni qué tenía que hacer con esa máquina de escribir frente a él. Decidió llevarla a dar un paseo.

A lo lejos de la casa se erguía un anciano roble sin hojas que le recordó a uno que trepaba de niño. Se acomodó en el abrazo de sus raíces y se preguntó si él sería como ese árbol. Tal vez sus recuerdos más arraigados soportarían el paso del tiempo, o quizás su mente se asemejaba más a la copa despoblada. Pero se sintió inspirado y tomó la máquina de escribir. Escribió como un poseso hasta que se encontró tipeando en la oscuridad. Decidió volver a la casa, no sin antes dejarse un recordatorio en la primera hoja del manuscrito:

“Importante: Coger víveres, abrigo, máquina portátil y llevar este manuscrito al roble.”

Se sintió en paz. Tenía un método y una idea. Desde entonces durmió en el sofá, con el manuscrito a su lado cual oso de felpa. Lo tomaba al despertar, medio desorientado, leía la primera página y se dirigía al árbol. Allí se reencontraba con su “yo” de antes y juntos escribían hasta que caía el sol. El frío podría matarlo, pero el libro lo resucitaría como a un Fénix. La leña y los víveres empezaron a durar más.

La incipiente primavera encontró al escritor enclenque, al borde de la muerte y tipeando furiosamente bajo el árbol más feo del jardín. Decidió lavar esa imagen patética derramando sobre ellos una lluvia torrencial. El escritor corrió a los tropezones hasta la casa, aferrando con fuerzas un manuscrito al que el viento le había robado la primera hoja. El árbol no se inmutó.

Pocos días después un desprevenido Harry estacionaba su Volvo en la entrada de la casa. Había respetado la voluntad del escritor “los genios están todos locos” pero estaba ansioso por ver sus avances. Se encontró con una casa mugrienta y caótica.

Frente a la chimenea, los despojos vivos de un hombre sucio y desorientado calentaban sus dedos, flacos como garras, ante un fuego humeante, alimentado por lo que parecían cientos de hojas mecanografiadas.

NATALIA Y MIGUEL DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/patuska-34559

El último verano

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blog literario

Con la cálida anticipación de un sueño repetido del que ya se intuye el final, me adentré en el pequeño bosque, convencido de que al llegar al lago vería a mi amigo. Efectivamente, allí estaba, caña en mano y una lata de lombrices a sus pies descalzos. Andrajoso, inconfundible en su camisa a cuadros hecha jirones y sus pantalones sujetos por un cordel. Más alto y flaco que el año anterior, pero Manuel al fin. Arrojó un cigarrillo a medio consumir con desdén.

— ¡Parece que pesqué un forastero! —gritó sin siquiera voltear a verme.

Tenía la actitud agresiva propia de los que viven en la calle y que es la envidia de los niños mimados. Pero también tristeza. Parte de mí lo admiraba, parte le temía. Hubiese querido ayudarlo, pero no estaba en mis manos cambiar las cosas. Iba a ser nuestro último verano juntos y más valía dejarnos llevar. Caminamos en silencio, pateando de a turnos una botella hasta la feria, donde nos encontramos al resto de la pandilla. Me saludaron con el mismo entusiasmo que si me hubiesen visto el día anterior, así que fingí indiferencia para hacerme el interesante.

Funcionó hasta que la vi a Nadia. Sus trenzas de niña habían sido reemplazadas por el peinado alto que estaba de moda y usaba labial con aroma a fresa. Tuve que cerrar la boca para que no me entrase una mosca o peor aún, se me escapase una estupidez. Pasaron tres largos días hasta que me animé a hablarle y para entonces, ya estaba saliendo con Carlitos.

De todos modos fue un verano memorable. Plácido, caluroso, lleno de pequeñas grandes aventuras, de esas que refuerzan amistades pero sin llegar a bajar anclas. Intenté hacer durar cada momento, retener los olores, los colores, las tristezas y las alegrías, pero el tiempo, lento y tenaz me empujó indefectiblemente a la última tarde, nuevamente a orillas del lago; a solas con Manuel, mi favorito.

—Ésta es la despedida, ¿no? —pregunté con melancolía mientras mordisqueaba un yuyo seco.

—Siempre podemos repetir todo —dijo encogiéndose de hombros.

Pero yo sabía que no, que no sería lo mismo.

Cerré el libro con pesar y lo ubiqué con el resto de la saga, en el último hueco del estante de la biblioteca.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Viktor Hanacek

Prioridades

6
blog literario

No llegaba.

El gerente iba a estar furioso. Parte de él se alegró de fallarle; saboreó la imagen de su inutilidad evidenciada ante el cliente: gritos, mejillas encendidas y un corazón bobo atragantado en la garganta. Bien merecido.

Sintió que la gente se aproximaba horrorizada. No prestó atención. Se preguntó en cambio si había pagado el gas. No. En este mundo sin humanos detrás de las líneas, con algoritmos a quienes poco le importan los imprevistos, te cortan el servicio. Y eso que su excusa era jodidamente buena. “Critón, le debemos un gallo a los del gas”. Tampoco iba a poder recibir al técnico de la heladera. Ya lo había plantado una vez, ahora iba a dejarlo con la idea de que era un narcisista a quien no le importaba el tiempo ajeno. Él, que tan respetuoso era.

Un señor mayor con visera azul marino y chaleco beige vomitó y cayó desvanecido. La mujer policía lo atajó justo antes de que tocara el suelo. Pobre hombre. Seguro iba a ir preso. Escuchó a alguien decir que se había dormido al volante. Una desgracia, parecía buen tipo. Habría querido consolarlo, pero ya se lo llevaban. “Uno a veces está en otra, somos humanos, joder”.

Sintió el pantalón húmedo. ¿Pis? No, más sangre. Menos mal, habría sido un papelón. Era curioso cómo todo eso que iba adentro, ahora estaba afuera. Se preguntó quién se encargaría de limpiar el desastre. Él se quejaba de su trabajo, pero hoy le había arruinado el día a alguien más. A lo lejos escuchó la sirena de la ambulancia. “Qué extraña prioridad, la de esta gente” pensó. Era claro que no iban a poder hacer nada allí.

De pronto vio todo negro. Ojos abiertos. “Todo negro aunque ojos abiertos”. ¿De qué se estaba olvidando? Pero ¡claro!

Él. Le dolía en el alma, pero había llegado la hora de pensar en él. En su cabello grueso de tres tonos de rubio diferentes, en sus pies enormes que auguraban un joven alto y corpulento, en sus ojos de miel, su cuerpito flaco y musculoso de tanto trepar árboles. Su corazón estalló de amor sin palabras. Quiso dedicarle un último pensamiento de despedida, mandarle su amor a donde sea que estuviese.

No llegó.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Viktor Hanacek

Espejo roto

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Habita en mi casa una extraña criatura. Apareció una tarde fresca de agosto, invitación -que no recuerdo haberle extendido- en mano. Se veía bastante inofensiva y standard: rosada, tibia, fácilmente confundible con otros de su especie. Adorable, sí.

Con el paso de los meses fue mutando. Lo noté paulatinamente, en pequeños detalles como la forma de tomar el tenedor, el gusto exagerado por las cerezas o la capacidad de reír en medio de un ataque de llanto. Luego vinieron las expresiones faciales más específicas: la nariz arrugada al enojarse, la mueca suspicaz. Una mañana me encontré desayunando codo a codo con una réplica de mi brazo en talle small.

El problema siguió escalando en la medida en que ella se perfeccionaba cada vez más (sólo en el arte de la imitación, pues nada se aleja más de la perfección que parecerse a mí). Pasó a tener mi voz, mi entonación. Incluso mis pertenencias. Le gustaba robarme pequeños objetos, como collares y pañuelos y los guardaba en una cartera de plástico que arrastraba por toda la casa. Si me veía cosiendo, tomaba su costurero y se ponía a fabricar vestidos para sus muñecas.

Llegó el momento en el que se volvió mamá. Mi mamá. Me cubría amorosamente con una manta -así fuese pleno verano- y yo despertaba de mi siesta en el sillón hecha una sopa. Apoyaba pañuelos fríos en mi frente cuando me daba fiebre y se acostaba a mi lado a acariciarme con delicadeza la espalda. Peinaba mi cabello por las noches, y yo el suyo.

Éramos felices, hasta que cometí un grave error.

Volvía de hacer las compras cuando noté que no había clientes en la peluquería. Un milagro de viernes. Entré impulsivamente y pedí flequillo y reflejos. Cuando llegué a casa, la criatura jugaba a festejar el cumpleaños de uno de sus osos de peluche. Alzó la vista, totalmente desprevenida y se encontró con mi nuevo look. Aún puedo oír su chillido desgarrador. Creo que le rompí el corazón.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Katherine Evans