jueves, diciembre 26, 2024
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De fobias y manías

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Al tonto del pueblo lo subyugaron entre cuatro. Ahí mismo lo ascendieron a “el loco”. Me contuve a mi pesar de soltar una observación poética, al estilo de “al humo del incendio, que aún no se ha disipado, se unen sus balbuceos suplicantes en turbia danza”, pues habito una comunidad de gentes simples y rústicas. Me habrían tratado de loca a mí también. La base de nuestra cultura se sostiene sobre pilares dóricos, ya lo tengo asumido, aunque siempre encuentro una manera de ganarle al tedio. De hecho tuve la satisfacción, nada deleznable, de ser la delatora de la guarida del criminal, y, en consecuencia, la vocera estrella de los pormenores del arresto, del que fui testigo a distancia prudencial. Abrazada a las caderas de mi madre, apunté con furia a su alta figura mientras chillaba:

—¡Sí! ¡Es él! ¡Cuidado, está loco! ¡Mamá, tengo miedo!

Cuando el infeliz se volteó para mirarme, girando el torso entero, aproveché para ajustar mi rol de niña aterrada de catorce años, presa de un llanto histérico. ¿No es irónico? La única vez que realmente sentí miedo hice justo lo contrario: parálisis total ante una serpiente de cascabel.

Conocía la ubicación del loco desde el día anterior, pero había dejado transcurrir el tiempo por mera curiosidad. Fue en vano. En dieciséis horas el estúpido no había sido capaz de moverse del trastero donde yo misma lo había depositado. De allí emergió, como oso en primavera, meado y cagado hasta la espalda, enceguecido por el tenue sol de la tarde. Habían hallado su bicicleta a media cuadra de la fábrica de peluches, junto a un puñado de cerillas que yo había arrojado cual confetti. (No me malinterpreten, yo no incendié nada, no soy pirómana, pero los policías de pueblo no tienen muchas luces y a veces necesitan un empujón).

Otro punto que quiero aclarar es que nunca tuve nada en contra del loco. Nos esquivábamos en los espacios comunes tal y como hacen aquellos que pertenecen a distintas clases sociales, con fría cordialidad y algo de recelo. La culpable, si es que es fuerza designar una, fue mi madre. Un día soporífero de verano me encontró en el cuartito de herramientas desmembrando un gato muerto, pegó el grito en el cielo y juró convertirme en una persona de bien. Yo, algo confundida, pues no había hecho demasiado enchastre (ni una gota de sangre en mi sandalias de charol), acepté con estoicismo su capricho de acudir a la iglesia todos los domingos, de amasar juntas kilos de pan para los pobres, de ayudar a plantar árboles en la Plaza Mayor. Fue lo de visitar al tonto lo que me asomó al abismo. En una casa de aberturas sin vidrio, superficies volátiles de roña y trifulcas de ratas, mi madre tejía alegres charlas con el susodicho, mientras yo estiraba la lana entre mis palmas y él se picaba con alevosía la nariz. No me refiero a una ocasión en particular, cosa que habría tolerado, sino a una obsesión pervertida que su nombre técnico no consigue adornar: rinotilexomanía. Asqueada hasta el extremo me refugié en una inapetencia que devino en pérdida drástica de peso. No podía ingerir alimentos sin sufrir arcadas, incluso fuera de la presencia del sujeto en cuestión.

Las estaciones se sucedieron sin que mi madre se percatara de mi malestar, hasta que el primer frío invernal me encontró con las defensas por el suelo y me dejó de cama. No fui la única. El pueblo entero cayó con gripe. Por primera vez experimentamos escasez de medicamentos y de papel higiénico.

Cuando me reincorporé a mis tareas, el loco tenía una congestión del demonio. Lejos de molestarse, parecía feliz de tener más materia prima con la que trabajar. Hacía bolitas, bandas verdes que estallaban al separar los dedos, burbujas. Y burbujas dentro de burbujas. Se me encoge el estómago de sólo recordarlo. Ella, como siempre, siguió tejiendo y charlando. Coser y cantar. Decidí que ya era suficiente.

La criatura -a la que no daré nombre humano- vivía cerca de una fábrica de osos de peluche, que tenía el sector de ventas en la planta baja. Era, por lejos, el negocio más rentable de la zona y daba empleo a gran parte de la población, pues exportaba a lugares remotos, acaso finos, que imagino pleno de columnas corintias y figurines de moda. Contaba con una fauna para todos los gustos: animales domésticos, salvajes, chicos, gigantes (y todo lo que cabe en el medio), de colores inverosímiles, de proporciones nefastas, como así también de fieles reflejos de sus semejantes de carne y hueso, efecto que apenas opacaban los ojos de plástico, siempre asombrados. Sus miradas se cruzaban a menudo con la del hombrecillo, quien les profesaba una infantil adoración. Sus manos dejaban torpes tributos de grasa en los cristales, a una altura en la que ningún ser sensato adjudicaría a un infante. Aun así, los dueños del lugar lo hacían.

PELIGRO: Rogamos a los papis no permitir que los niños se apoyen en los vidrios” leía el cartel más inútil del mundo, pues el loco no sabía leer. Juraría que este pueblo tiene alguna toxicidad en las aguas subterráneas, porque tanta idiotez demográfica no se explica con estadística simple. Lo importante es que en la debilidad del hombrecillo estaba mi llave a la libertad.

Un día lo encontré extasiado ante un mapache violeta, y me apresuré a encararlo.

—Lo sé, es una crueldad —suspiré con fingido pesar.

Me miró, confundido, pero sus labios no se despegaron. Ahora que lo pienso, no estoy segura de que fuera capaz de hablar, pero en el momento lo tomé como una invitación a explayarme.

—A los animales, me refiero. Me parece terrible cómo los matan y los transforman en peluche. Taxidermia, se llama. ¿Acaso no lo sabías? —pestañeé con inocencia.

Como parecía escéptico, señalé un coqueto perrito blanco.

—¿Ves ese bicho que parece pompón? Es mi querida Daisy. Le gustaba salir de casa sola, y un día no volvió más. Me rompe el corazón verla así. Ojalá termine en un lindo hogar.

Con delicadeza y paciencia fui cultivando la furia en el loco. No diré que fue cuestión de días, pero podía ratificar los avances del experimento en la rigidez de los brazos, de su ancho cuello, de su mandíbula torcida. Cuando lo consideré a punto, le obsequié el bidón de nafta y un beso en la mejilla. Me alejé sin prisa a los saltitos, en un largo recorrido en pos del Cielo de una rayuela imaginaria que evoco cuando juego a ser niña.

NATALIA DOÑATE

Feliz cumpleaños para mí

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La casa de las arenas - blog literario

Desde el living de casa se visualiza de lleno el jardín de los vecinos. El pasado dos de febrero, si es que recuerdo bien, una tormenta excepcionalmente inspirada descorrió la cortina de sauces eléctricos que nos dividía, poniendo en evidencia un terreno ascendente de grama bahiana en el que se asolean dos reposeras de plástico. Lamenté con sinceridad la partida de aquellos árboles ajenos que tan desinteresadamente me habían escudado de vistas desagradables y saludos incómodos, hasta que descendió de los cielos la bruma de mayo y lavó de indiferencia los colores de ambos terrenos, dejándonos inmersos a todos en un paisaje de Monet.

No sé decir cuándo apareció el cachorro de labrador, o en qué momento salió de escena el pitbull, aunque sospecho que no se han cruzado por pocos días. Dejando de lado la admirable facilidad de sobreponerse de los dueños, agradezco el trueque, ya que esa bola de optimismo color champagne es el único indicio de vida exterior en estos tiempos, con excepción de los gansos que pastan en mi orilla cual ovejas con diarrea. Separados por un crecido lago, unidos por el tedio y el abandono, el perro y yo jugamos a la telepatía.

—Estás creciendo muy rápido —observo.

—¡Tírame la pelota! —me ruega, a sabiendas de que no puedo.

En ocasiones, sus berrinches de niño malcriado me fuerzan a refugiarme con mi gato en la cocina, donde refrescamos la mente en el Este libre, en la ruta abierta, en los postes de luz que evocan lejanía. Luego llega el reencuentro, la mágica reconciliación. El perro suelta el hueso para explayarse sobre historia y filosofía, y épocas ancestrales de dioses zoomórficos como Bastet, o Apis. Su entusiasmo por Anubis tiene la facultad de acortar mis noches entre objeciones y rendiciones imaginarias. Me ha recomendado unos buenos libros sobre el tema, que debería leer pronto si es que quiero ganarle alguna vez una disertación.

Pero por ahora, descanso. Resulta que hoy es mi cumpleaños y no sé a qué atenerme. Esta mañana, por primera vez, me crucé a mi amigo cara a cara durante nuestro paseo matutino. En lugar de correr a saludarme, como habría de esperarse, el muy pillo fingió no reconocerme. Sospecho que todo esto es parte de un plan y se avecina una grata sorpresa. Pero tranquilos, ya les contaré a su regreso.

NATALIA DOÑATE

Raíces

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La casa de las arenas

La última vez que visité el departamentito del centro fue de sábado por la mañana. Acontecía un día soleado (expresión osada, acaso polémica, que utilizo para implicar que el astro, a mis ojos, es un evento en sí mismo, especialmente tras una racha prolongada de lluvias) y las fachadas húmedas y los troncos ennegrecidos de los árboles hacían de marco de terciopelo a los colores plenos de todo aquello que la naturaleza tiene de impoluto y reflectante. Se respiraba esperanza. Lo recuerdo bien porque las hojas del rosal parecían salpicadas de mercurio y me frustró el hecho de que mi cerebro, al que considero inteligente, no hubiera hecho esa analogía en sus últimos ochenta y ocho años de vida.

Algo que sí comprendí enseguida es que la gente tiende a acaparar lo ajeno. Ya he perdido dos amistades por pecar de generosa y otras dos por tacaña. Como encuentro la segunda opción más práctica, llevo medio siglo sin prestar dinero. Algo similar ocurre con los inmuebles. Los inquilinos se instalan, echan raíces, derriban paredes, marcan el crecimiento de sus hijos en la columna blanca de la cocina (¡a veces con tinta indeleble!) y entablecen complicidad con el portero, hasta que olvidan que el lugar no les pertenece. No tengo ánimo para enumerar las vejaciones que sufrió mi pobre departamento a lo largo del tiempo, sólo diré que ya no renuevo alquileres bajo ninguna circunstancia. El contrato estándar, de dos años, es incentivo razonable para ambas partes. Si alguien insinúa quedarse, lo cual ocurre a menudo, deslizo mi intención de usarlo como vivienda propia, so pena de soportar sus expresiones de confusión y recelo: «¿Esta vieja se cree que puede vivir sola?». Para sacarlos de su estupor con presteza cuento con una modesta rutina de acrobacias; me agacho a revisar el horno, froto con bríos una mancha de grasa del extractor de la cocina, o -mi preferida- ofrezco ayudarles a cargar los bolsos hasta el ascensor de servicio.

La última vez, por suerte, nada de eso fue necesario.

La pareja del pichicho marrón no había dado muestras de querer quedarse. Con el ego algo herido les había consultado en reiteradas ocasiones qué opinaban del lugar, si estaban conformes, etc., a lo que siempre respondían que era un sueño hecho realidad. Finalmente, al año de haberse mudado, confesaron que no podían costearlo. Ahora tenían otra boca que alimentar.

Al enemigo, puente de plata. Rescindimos el contrato con siete meses de anticipación, perdonada y olvidada toda penalidad y con reembolso completo del depósito en garantía. Después de todo, habían tenido el gesto de repintar las paredes y ajustar las manijas de los cajones. Ella, flamante madre desempleada, partió hacia el estacionamiento con su cochecito de bebé destartalado (donación de algún pariente con hijos mayores). Él, padre, abogado en traje de segunda, quedó atrás con su hermano, escribano, para firmar conmigo los papeles de divorcio edilicios.

Pasado el mal trago y expresados los buenos deseos de rigor, quedé al fin en mi preciado espacio, acompañada por los familiares bocinazos de la calle Piedras, un balde, la provisión de productos de limpieza y algún que otro remordimiento descartable. Decidí que para sentirme mejor me adelantaría a la empleada doméstica y erradicaría por mi cuenta los vestigios de los antiguos moradores. A mi edad la mente falla, pero el cuerpo recuerda. Mientras mis labios tarareaban un tango, mis manos iniciaron el ritual de purificación de vinagre de alcohol sobre canillas y espejos. Un pelo enrulado que descansaba sobre el bidet me invitó cordialmente a ponerme los guantes de goma. Luego llegaron la lavandina en gel, el limpiahornos, el fiel escudero Odex y unos seis rollos de papel. Mis ojos saltaban con desagrado de los hongos de la ducha al sarro del inodoro, de las telarañas de las esquinas a los ovillos de polvo tras los muebles. Inquilinos cochinos. La faena fue larga pero satisfactoria. Se me ocurrió que la esperanza también huele a desinfectante.

Desistí de festejar con un duchazo bien ganado cuando encontré un jabón usado, derretido en el ángulo de la bañera. ¿Cómo se me había podido escapar ese detalle? Lo tomé con papel higiénico y lo dejé caer al cesto de basura. Luego procedí a lavarme las manos, que sequé con una toalla verde musgo, convenientemente alojada a mi derecha. Apestaba a humedad y espuma de afeitar. Con un simple vistazo en derredor me reencontré con los hongos, el sarro, las pelusas. Un nuevo pelo negro en el bidet (¿o acaso era el que ya había quitado?) me tentó a coquetear con la locura. Pero no, opté por la huída.

Ya en el pallier de planta baja me crucé al bebé en el cochecito, y mi llanto se unió al suyo. El mundo era igual de incomprensible para ambos. Pude recomponerme a medias tras oir el pitido del ascensor. Mi ex inquilino y su hermano descendían entre risas.

–¿Siguen aquí? –atiné a preguntar. –¿Olvidaron algo?

–¡Lo logramos, corazón! –estiró sus brazos a la espera de los míos. –La vieja nos donó el departamento.

–¿De qué está hablando? ¿Se volvió loco? –Simulé furia, pero sólo tuve miedo. Pensé en el pelo del bidet y lo sentí en la garganta. ¿Era o no era el mismo? En la respuesta a eso estaba la respuesta a todo.

–¡Que está chiflada, mujer! ¡Te lo dije! ¡Tenemos casa!

La potencia casi sobrenatural del beso que me robó me catapultó de regreso al salón comedor del geriátrico, a mi sopa de fideos desabrida, al noticiario de las 11.

NATALIA DOÑATE

Sando – can

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De haber comprendido un poco más sobre Plus Ultra, su felicidad habría sido completa, al saberse acompañado también por su antigua dueña, que lo observaba con nostalgia al otro lado del espejo, como quien mira los videos de la mascota de su infancia.

Plus ultra – La vida detrás de los espejos

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Queridos colegas, tengo el placer de anunciarles la llegada de mi nuevo libro, «Plus ultra». Les comparto el link de Amazon y la sinopsis, espero que les guste.

Desde la invención del espacio virtual Plus Ultra, la especie humana tiene a su alcance la opción de la inmortalidad, materializada en los confines de una magnífica ciudad denominada “Humanidad”. Ésta, si bien dispone de lujos y tecnología superiores a los de la Tierra, adolece de dos fallas importantes: por un lado, sus ciudadanos son incapaces de soñar. Por otro, el resabio de sus vidas pasadas en el inconsciente les ocasiona una locura que los hace víctimas de “Caos”; una suerte de agujero negro del cual no se puede regresar.

Para resolver esta cuestión y otras de índole administrativo, se encuentra el punto “Leuksna B”, un espacio encriptado que evoca el lado oscuro de la Luna. Allí, una Junta de híbridos (humanos que viven en la Tierra pero también se conectan al mundo virtual) buscan encontrar una cura, sin saber que ésta se halla en la imaginación de tres brillantes niños.

Contrato

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Garabateé mis iniciales con impaciencia en cada carilla y una vez más al final del texto. Apenas eché una ojeada al documento, pues conocía las condiciones de antemano. No me sorprendió, en absoluto, la cláusula que estipulaba el vencimiento de la relación. Era una de las tantas reglas a observar, junto con la previsión de un importe ajustable a la inflación y un riguroso horario de visitas. Un apartado en mayúsculas establecía el impedimento de entablar una amistad. Ese punto no me representó incordio alguno, pues pronto lo sorteé (con ayuda de Platón) estableciendo mi propia definición del concepto, según la cual él es, acaso, mi único amigo. El problema surgió en relación a la interpretación del plazo, supeditado a una condición. Si bien la noción de este tipo de contrato no me es extraña, pues no todos los acuerdos dependen de una fecha cierta (basta con imaginar las consecuencias que derivarían de ejecutar un testamento sin muerto) la jurisprudencia no sentaba precedentes para mi situación. Intuía que el final del convenio dependía en parte de mi persona, pero, para estar a resguardo, tomé el hábito de despedirme. Lo hice solapadamente casi desde el día uno, en cómodas cuotas. Lo hice infinidad de veces, aunque dudo que esta ocurrencia tonta derive en un precepto legal.

Un fatídico lunes descubrí que esa condición que me inquietaba -la inequívoca- puede tardar bastante en cumplirse, pero cuando lo hace es tan certera y precisa como decir, por ejemplo, «17 de julio del 2023». Entonces pronuncié mi «adiós» sincero. «Adiós» me respondió, y fue la menos relevante de nuestras conversaciones. Caminamos a la par por algunas cuadras. Si fueron tres, cuatro, o ciento veintinueve, no podría declararlo bajo juramento -estrés post traumático, supongo- pero sí recuerdo con precisión el momento en el que llegué a casa con mi pequeño agujero negro y le rogué que se portara bien. Lo tengo encerrado en una caja en el estante superior del placard, a ajo y agua. No he intentado asesinarlo desde que entendí que no se llama «Tristeza», ni «Miedo». Su nombre es y ha sido siempre el mío -y sospecho que le debo la vida tal como la conozco. Let the sleeping dogs lie.

Aún queda por delante la verdadera melancolía: la que se fortalece con los años -aunque hoy no amerite una lágrima-, la que se impone en sueños y tiñe de añoranza las mañanas -para ser olvidada por las tardes-, la que sabe alejarse por días, meses, años, sin perder el rastro de regreso, hasta que llega el día en que se cumple la última condición de todas; el vencimiento del contrato de todos los contratos. Cualquier alma desconocida -pero amiga- comulgará en esta idea: la más sentida de las despedidas puede (y debería) durar lo que se tarda en bajar la tapa de una notebook.

GRACIAS, C.

NATALIA DOÑATE

Otros vendrán

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La casa de las arenas, blog literario.

Los miércoles tocaba Scrabble. El tercer día de la semana era, de hecho, nuestro único día, por lo que sería correcto afirmar que siempre tocaba Scrabble. Una merienda prolongada -de cuatro a seis-, té con leche, pan cortado a mano, manteca a discreción, sal, y Scrabble. El tablero, una edición de antaño, era el único artículo de lujo. Se erigía en medio de la mesa sobre oscuras patas de madera lustrada (que aún conservaban el brillo), impoluto su cajón interior de fieltro, reales las fichas de marfil cobijadas en la pequeña bolsa de cuero. Al anotador original lo sobrevivían sus tapas, del mismo material. Una birome ordinaria pero eficiente cumplía las funciones del lápiz. La primera vez que gané el juego (que le gané de verdad) me resulta dolorosa de recordar.

Poco tiempo después, aparecieron las palabras cortas.

PAZ – 14 puntos.

Ese día esperé en vano una trampa para la ronda siguiente, pero la chispa de la genialidad no brilló en sus ojos grises. Aterrorizado, desmonté la bomba que tenía guardada en mi atril (MOJEÑA, 22 puntos) y con su «A» de «PAZ» formé «AMOR».

6 puntos.

La base del reloj reclamó su botín de arena sin que él fuera capaz de formar otra palabra. Le ofrecí más té (dos puntos) y lo sorbió como un niño compungido. Desde entonces, y por varios meses, jugamos sin reglas. Desparramábamos las fichas sobre la mesa, desfachatadas, cara arriba, y las trenzábamos armando palabras bellas, palabras inventadas, palabras que jamás nos habíamos dicho. El día veinte de julio la impunidad fue total; usamos letras sueltas. «G» significaba «gracias», «E» era de «extrañar». No había tiempo de buscar la Ñ. Para entonces, la sal había sido reemplazada por miel, que era más fácil de deglutir. Pan, manteca y miel.

Con el partido a medio terminar, me extendió la mano.

—¿Empate?

—Empate —accedí.

Y ya no volvimos a emitir palabra, ni en viento, ni en marfil. Cómplices y mansos nos quedamos viendo cómo el sol se robaba nuestros colores, primero la F, que había caído sobre la alfombra verde y fue gris, luego el tablero marrón, dos E, el deseado comodín. Pronto el resto del abecedario fue también gris, gris la mesa de melamina blanca, gris la lámpara Tiffany, que dio pelea y tuvo un glorioso final de pavo real. Y gris fue el sendero de los eucaliptus más allá de la ventana, gris el auto rojo aparcado sobre el piso de adoquines, gris la vieja tranquera y gris el césped todo. El cielo, una ola anaranjada retirándose de negras playas de fantásticos caracoles.

Encendí un FUEGO (9 puntos) en la chimenea, mientras me preguntaba si él habría llegado a sentir frío. Luego me limité a contemplar las llamas por horas, sin ganas de llorar, pero tampoco de sonreír.

Imagen: https://www.ebay.com/itm/125926137533

NATALIA DOÑATE

El extraordinario síndrome de Junio

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El 31 de mayo de 2020, en letra pequeña y ligera, M. F. (la familia nos permitió utilizar sus iniciales reales) escribió en su cuaderno:

Querido diario. Hoy tuve un día fatal. No sé qué pecado habré cometido en otra vida para pagarlo tan caro en ésta, pero todo se me hace cuesta arriba últimamente. Los inquilinos de Barracas me siguen acusando de entregarles un inmueble con «vicios ocultos». ¡Vicios ocultos! ¿Cómo podía prever yo que el vecino del 5to C, el muchacho pecoso que me regaló la plantita de albahaca, se iba a rebanar un dedo frente a la entrada de su departamento? La gente enloquece todos los días. Ahora exigen que les pinte la puerta porque la sangre no se quita, que les pague diez sesiones de psicoterapia, que les reemplace el felpudo de «WELCOME»… bueno, eso último lo puedo entender. Pero ¿un descuento en el alquiler? Demasiado pedir. Tienen tantas quejas y reclamos que bien podrían irse a otro sitio. Me harían un favor. Entre la supuesta pérdida de agua (que me consta que dejaron la canilla de la bañera abierta), los cables de la heladera que mordisqueó el caniche, el microondas que estropearon por meter una cuchara de metal, tengo más gastos que ganancias. Una es considerada y pasa por tonta, con tal de no discutir. Igual reconozco que no son sólo ellos el problema. Siento que ya no quiero lidiar con nadie en general. Cada vez que suena el celular pienso que me estoy por enterar de algo terrible. Y cuando no suena, pienso que va a sonar. Quizás sea tiempo de pedir ayuda. O mudarme a una isla en medio de la nada.

La siguiente página salta directamente al 14 de junio, lo cual es curioso porque las fechas anteriores observan una rigurosa frecuencia diaria. Se aprecian unas pequeñas salpicaduras amarillentas que no perjudican la lectura:

Querido diario. Eres el único consuelo que me queda. El dolor al escribir esto es indecible, pero acepto que ha llegado para quedarse. Es hora de ponernos al día.

Hace dos semanas desperté sin piel. Desapareció sin más. Junto al sol de junio se habían colado por mi ventana una decena de cuchillas que se hicieron un festín en mi cuerpo. Tan frágil y desnuda estaba, que hasta el mismo aire me atravesaba de lado a lado. No tardé en descubrir las sábanas mojadas. Y ahí fue cuando grité, grité como una condenada. Volví a gritar ante mi imagen del espejo del baño. Entonces no pude (ni puedo) llorar. Así que actué. Debía ir urgente al hospital. Esperé a la ambulancia enfundada en mi bata azul, tarareando un tema de Calamaro (me arde, me arde); recuerdo que el simple roce de la tela polar me ofrecía una idea seductora de la muerte, imagen que atesoro hoy como una vela dentro de un frasco que sé que algún día va a reventar. Los paramédicos, ambos de mediana edad, uno buena gente, me aconsejaron mantener la calma. Su seguridad era contagiosa: pronto me encontré inmersa en una amena charla sobre un hijo que ese año terminaba la escuela primaria. Pregunté al que me tomaba la presión, de apariencia más seria, si tenían muchos casos como el mío. Asintió y soltó un simpático: «se ve de todo en esta profesión». En el momento lo consideré una respuesta.

La sala de guardia se encontraba casi vacía; esa sede en particular no se dedicaba al virus del que todos hablaban y la gente casi no enfermaba de otras cosas. Me ubiqué detrás de una mujer que consolaba a un mocoso. Por lo que llegué a oír, el pobrecillo se había lesionado la rodilla. Al cabo de una hora, y tras ceder mi turno a una embarazada al borde de la histeria (por suerte resultaron ser contracciones de Braxton Hicks), me encontré cara a cara con la ansiada doctora, una mujer alta y delgada que me invitó a la camilla sin antes ofrecerme la silla. Salí del consultorio con órdenes para estudios varios que me tuvieron ocupada el resto del día. Regresé para el diagnóstico final, justo antes de la rotación. La mujer me miró fugazmente.

—Su condición es altamente inusual, señora.

Algo en su tono me incitó a pedir disculpas. Preguntó si había tenido algún episodio de estrés, a lo que procuré responder con anécdotas de mis inquilinos, pero me interrumpió con un aleteo de su mano izquierda y me extendió un papel del talonario con la derecha.

«Cubrir con gasas y vendas»

Pude ver cómo el mundo se teñía de negro.

—Es que me duele mucho, doctora —supliqué con voz ronca. Ella asintió, comprensiva, y agregó:

«Aloe vera»

Papel en mano acudí a la farmacia de la esquina. Regresé a casa a pie, después de ser rechazada por dos Uber. No he salido desde entonces. Tampoco es necesario, me arreglo con aplicaciones. Mi rutina diaria consiste en desinfectarme de pies a cabeza, cambiar las gasas por nuevas y cubrir todo con vendas. Cada tres horas, el ciclo vuelve a comenzar, descontando, claro está, las veces que me quedo dormida y la sangre se desborda. Hay manchas en el suelo, en la cama, en los sillones. Ayer quise explicar el desorden al repartidor del supermercado, pero me dijo que había visto cosas peores. Le di mil pesos de propina.

Te dejo ahora, querido diario. Me toca otro recambio y luego quizás duerma un poco. Me he propuesto arrancar temprano por la mañana y hacer ejercicio en casa, pues he notado que estoy perdiendo una cantidad de masa muscular espeluznante. El perímetro de mis muñecas (…)

El resto del texto es ilegible. El 30 de junio de ese mismo año Bobby, el San Bernardo del vecino de la quinta de enfrente, se coló por entre el cerco de cipreses del jardín trasero y resurgió, alegre, con una tibia humana entre sus fauces. El dueño no le permitió conservarla. Juran y aseveran los testigos que el esqueleto estaba completamente pelado de carne. Por temas burocráticos en los que no es necesario ahondar, pues son de público conocimiento, al momento de allanar la morada, ya no quedaban restos.

A la fecha, la inclusión del «síndrome de Junio» en el listado de «rare diseases» (enfermedades poco frecuentes – EPOF para la Argentina) es motivo de acaloradas disputas entre académicos. Los puristas de siempre sostienen que, a falta de todo tipo de evidencia física, la enfermedad podría haber sido meramente psicológica, o bien una broma de mal gusto. Los más idealistas, por el contrario, se aferran a la convicción moral de que M. F. merece su lugar en los anales de la medicina, aunque haya sido el único caso documentado en el total de la humanidad a lo largo de toda la historia. «That’s as rare as it gets», repiten como mantra en su sitio web. Pocos se los toman en serio. Bobby el perro consiguió trabajo en la Policía Federal Argentina y es muy valorado por sus compañeros, como se puede apreciar en sus redes sociales.

Imagen: https://orthos.es/esqueleto-de-la-mujer/

NATALIA DOÑATE

Delirio de viernes

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La casa de las arenas - blog literario

El gorrión la observó con expresión burlona, pero respondió:

—Pues, siéndolo.

Y picoteó de su palma el trozo de pan. La muchacha se sintió estafada. Había invertido gran parte de su infancia preguntándose cómo volverse pájaro, entretejiendo alas de plumas grises robadas al plumero (que eventualmente fue palo), fabricando picos de cartulina que dibujaban surcos morados alrededor de su boca -¡y cómo la retaba su mamá!-, saltando desde lo alto de las sillas de plástico del jardín, practicando los y los pío y los cuá cuá cuá con el tesón de una bailarina de tap. Y vaya porquería de respuesta.

—Pues, entonces, ¡lo seré! —gritó desafiante al gorrión, protegido ahora en el anonimato de otros tres de su especie. Y, ante su propio asombro, emprendió vuelo. Rehenes de la gravedad quedaron la planta de malvones, las baldosas mal reparadas, la pelota pinchada en el techo de pizarra. Por fin era un ave. Resulta que sólo había que serlo.

Tras dar unas cuantas volteretas de alegría, aterrizó jadeante ante un lago marrón, en el que se refrescaba las patas un coro de gansos.

—¿Por qué no eligen volar? —inquirió, curiosa.

— Porque somos humanos — respondió un niño cuyas pelusas amarillas se abrían ante la más mínima brisa.

—No se habla con los animales —lo increpó el líder, unos pasos más atrás. Y todos graznaron al unísono. Acto seguido, le dieron la espalda. Una veintena de culos de ganso.

Ella apenas se ofendió, absorta como estaba ante su propia imagen en el agua: el pico que siempre había soñado, el gracioso penacho que no había sabido anticipar. Un gran plus. Y las plumas, claro. Las mágicas plumas. Su pequeño corazón latía con osadía. Le urgió a emigrar al Norte.

Durante meses se alimentó a base de lombrices e insectos, juntó ramitas, puso algunos huevos. Tuvo pichones que murieron y pichones que vivieron. A todos los olvidó por igual. La rutina le enseñó que ser un pájaro no era un hecho grandioso. Se es lo que se es. Y hasta extrañó ser humana fantaseando con ser pájaro. La razón dio por tierra sus planes de regresar: en el sur era invierno. No tenía ropa, ni valijas, ni pasaporte. Entre conversaciones superficiales sobre machos alfa, y gatos, y agua, y comida, y más gatos, su ánimo comenzó a decaer. El alegre piar de sus semejantes la hacía sentir sola. Así que un día cualquiera, sin más, «sola» se volvió. Voló lejos, bien lejos. Una tarde de enero se encontraba surcando el Atlántico cuando se imaginó en la lejanía, pequeña e insignificante como un botón. Y entonces se desprendió del cielo.

—Pues, seré nada —se dijo al impactar contra el agua helada.

—Seré nada —se despidió del último rayo de sol.

—Seré nada —murmuró a una horrible sirena, que, por cortesía, nada le respondió.

Y justo cuando empezaba a preguntarse por qué aún no se había ahogado (¿O acaso lo había hecho? ¿Quién sabe cómo se siente la muerte?) una luz amarilla se encendió por encima de su cabeza. Fastidiada, se zarandeó a diestra y siniestra, procurando recobrar la oscuridad, pero sólo consiguió agotarse. La luz estaba adosada a ella. Era parte de ella.

—Soy un pez linterna —rio entre filosos dientes. No sería necesario profanar el esqueleto de un barco en busca de trozos de chapa o espejos oxidados para corroborar su hipótesis. La certeza era el silencio del mar.

—Estoy en casa —pensó. Y no hizo piruetas, ni soltó una sonora carcajada. Construyó una casa modesta y allí se instaló, con su alma y su serenidad. Confieso que a la fecha es el único ser que conozco que es realmente feliz.

¿Que cómo es que lo sé? Porque en algunas ocasiones (normalmente eventos familiares) se calza sus patas de rana y sube un rato a saludarnos.

Imagen: https://www.animalesomnivoros.es/que-comen-las-ranas/

NATALIA DOÑATE

Otros teros

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La casa de las arenas - blog literario

Faltan décadas para que esto ocurra, pero va a pasar. Vos, confiá. Vas a estar disfrutando de un día de campo con amigos, o quizás de vacaciones. Y te lo vas a encontrar. Probablemente reconozcas su andar de flamenco en la distancia; el antifaz que le da aspecto de mal genio (y vaya acierto). Y vas a sentir la imperiosa necesidad de compartir el descubrimiento con quienes tengas al lado.

—¡Miren, allá! ¡Un tero! ¿Lo ven?

Un tero. Extranjero, sí, pero tero al fin. La gente se va a encoger de hombros. Algún alma piadosa fingirá interés. Pero nada te va a detener. Simplemente, debes decirlo. Rara vez decimos cosas que son para los demás.

—Cuando era chico, mi barrio estaba repleto de teros.

—¿En Argentina?

—En Escobar, sí.

Y a nadie le va a importar, creéme. No va a faltar el oportunista que quiera derivar la conversación hacia la fauna de su infancia. Pero no lo vas a seguir. Partirán caminos separados, cada cual a lo suyo. Su travesía, poco nos importa. Yo, que también viví un tiempo entre teros, me voy a quedar a tu lado. Y vas a recordar el rojo endemoniado de los ojos, la exquisita sombra verde tornasolada de las alas, la petulancia de gallito de corral. Vas a pensar en los nidos desprolijos, en la testarudez con la que los vigilan, en los grititos que pegan para despistar a los humanos. Y en nosotros, claro, siguiéndoles el juego como a niños, porque sabíamos que un jardín repleto de pichones era sinónimo de alegría, y ésta puede ser chillona y caprichosa.

Sé que vas a procurar sonreír. Es probable que la mueca se te quede atravesada a medio camino. Entonces vas a acercarte al tero, tragando saliva seca, torturado ante la idea de que alguien haya notado tus ojos empañados (lo cual es imposible, casi no hay gente como vos, ¿lo has descubierto ya?) y vas a culparte por haber pasado todo ese tiempo sin ver a un tero, ni oír a tero, ni soñar con un tero. Agazapándote lo más cerca posible del animal, pero sin espantarlo, vas a absorber cada detalle de su fisionomía, de sus movimientos espásticos, de sus colores.

Y acá es donde necesito que prestes atención. Vas a comprender que algo se te escapó, aunque el animal siga ahí. Te invadirá esa añoranza por lo que sí fue, esa tristeza a la que las almas simples denominan nostalgia. Nosotros sabemos que es más que eso. Así que te pido disculpas por adelantado, querido hijo, querida hija, por no poder darte la solución. Aquello que se pierde (lo que realmente se pierde) por definición pertenece a otro tiempo. La vida no es más que generaciones y generaciones de teros. Pero sí tengo unas palabras de consuelo:

En este momento son las dos y cuarto de la tarde del 31 de mayo del 2023. Es miércoles. Estoy sentada en la entrada de casa, en compañía de los teros del barrio (todavía, nuestros teros). Siento el calor del sol en la piel a pesar del aire fresco y sé que en este momento, en el patio del colegio, a vos te pasa lo mismo. Y espero que en cualquier «ahora» que leas esto, puedas recordar que este sol (nuestro sol) es omnipresente y eterno. Y es imposible que se pierda.

A mis hijitos amados.

NATALIA DOÑATE