Al tonto del pueblo lo subyugaron entre cuatro. Ahí mismo lo ascendieron a “el loco”. Me contuve a mi pesar de soltar una observación poética, al estilo de “al humo del incendio, que aún no se ha disipado, se unen sus balbuceos suplicantes en turbia danza”, pues habito una comunidad de gentes simples y rústicas. Me habrían tratado de loca a mí también. La base de nuestra cultura se sostiene sobre pilares dóricos, ya lo tengo asumido, aunque siempre encuentro una manera de ganarle al tedio. De hecho tuve la satisfacción, nada deleznable, de ser la delatora de la guarida del criminal, y, en consecuencia, la vocera estrella de los pormenores del arresto, del que fui testigo a distancia prudencial. Abrazada a las caderas de mi madre, apunté con furia a su alta figura mientras chillaba:
—¡Sí! ¡Es él! ¡Cuidado, está loco! ¡Mamá, tengo miedo!
Cuando el infeliz se volteó para mirarme, girando el torso entero, aproveché para ajustar mi rol de niña aterrada de catorce años, presa de un llanto histérico. ¿No es irónico? La única vez que realmente sentí miedo hice justo lo contrario: parálisis total ante una serpiente de cascabel.
Conocía la ubicación del loco desde el día anterior, pero había dejado transcurrir el tiempo por mera curiosidad. Fue en vano. En dieciséis horas el estúpido no había sido capaz de moverse del trastero donde yo misma lo había depositado. De allí emergió, como oso en primavera, meado y cagado hasta la espalda, enceguecido por el tenue sol de la tarde. Habían hallado su bicicleta a media cuadra de la fábrica de peluches, junto a un puñado de cerillas que yo había arrojado cual confetti. (No me malinterpreten, yo no incendié nada, no soy pirómana, pero los policías de pueblo no tienen muchas luces y a veces necesitan un empujón).
Otro punto que quiero aclarar es que nunca tuve nada en contra del loco. Nos esquivábamos en los espacios comunes tal y como hacen aquellos que pertenecen a distintas clases sociales, con fría cordialidad y algo de recelo. La culpable, si es que es fuerza designar una, fue mi madre. Un día soporífero de verano me encontró en el cuartito de herramientas desmembrando un gato muerto, pegó el grito en el cielo y juró convertirme en una persona de bien. Yo, algo confundida, pues no había hecho demasiado enchastre (ni una gota de sangre en mi sandalias de charol), acepté con estoicismo su capricho de acudir a la iglesia todos los domingos, de amasar juntas kilos de pan para los pobres, de ayudar a plantar árboles en la Plaza Mayor. Fue lo de visitar al tonto lo que me asomó al abismo. En una casa de aberturas sin vidrio, superficies volátiles de roña y trifulcas de ratas, mi madre tejía alegres charlas con el susodicho, mientras yo estiraba la lana entre mis palmas y él se picaba con alevosía la nariz. No me refiero a una ocasión en particular, cosa que habría tolerado, sino a una obsesión pervertida que su nombre técnico no consigue adornar: rinotilexomanía. Asqueada hasta el extremo me refugié en una inapetencia que devino en pérdida drástica de peso. No podía ingerir alimentos sin sufrir arcadas, incluso fuera de la presencia del sujeto en cuestión.
Las estaciones se sucedieron sin que mi madre se percatara de mi malestar, hasta que el primer frío invernal me encontró con las defensas por el suelo y me dejó de cama. No fui la única. El pueblo entero cayó con gripe. Por primera vez experimentamos escasez de medicamentos y de papel higiénico.
Cuando me reincorporé a mis tareas, el loco tenía una congestión del demonio. Lejos de molestarse, parecía feliz de tener más materia prima con la que trabajar. Hacía bolitas, bandas verdes que estallaban al separar los dedos, burbujas. Y burbujas dentro de burbujas. Se me encoge el estómago de sólo recordarlo. Ella, como siempre, siguió tejiendo y charlando. Coser y cantar. Decidí que ya era suficiente.
La criatura -a la que no daré nombre humano- vivía cerca de una fábrica de osos de peluche, que tenía el sector de ventas en la planta baja. Era, por lejos, el negocio más rentable de la zona y daba empleo a gran parte de la población, pues exportaba a lugares remotos, acaso finos, que imagino pleno de columnas corintias y figurines de moda. Contaba con una fauna para todos los gustos: animales domésticos, salvajes, chicos, gigantes (y todo lo que cabe en el medio), de colores inverosímiles, de proporciones nefastas, como así también de fieles reflejos de sus semejantes de carne y hueso, efecto que apenas opacaban los ojos de plástico, siempre asombrados. Sus miradas se cruzaban a menudo con la del hombrecillo, quien les profesaba una infantil adoración. Sus manos dejaban torpes tributos de grasa en los cristales, a una altura en la que ningún ser sensato adjudicaría a un infante. Aun así, los dueños del lugar lo hacían.
“PELIGRO: Rogamos a los papis no permitir que los niños se apoyen en los vidrios” leía el cartel más inútil del mundo, pues el loco no sabía leer. Juraría que este pueblo tiene alguna toxicidad en las aguas subterráneas, porque tanta idiotez demográfica no se explica con estadística simple. Lo importante es que en la debilidad del hombrecillo estaba mi llave a la libertad.
Un día lo encontré extasiado ante un mapache violeta, y me apresuré a encararlo.
—Lo sé, es una crueldad —suspiré con fingido pesar.
Me miró, confundido, pero sus labios no se despegaron. Ahora que lo pienso, no estoy segura de que fuera capaz de hablar, pero en el momento lo tomé como una invitación a explayarme.
—A los animales, me refiero. Me parece terrible cómo los matan y los transforman en peluche. Taxidermia, se llama. ¿Acaso no lo sabías? —pestañeé con inocencia.
Como parecía escéptico, señalé un coqueto perrito blanco.
—¿Ves ese bicho que parece pompón? Es mi querida Daisy. Le gustaba salir de casa sola, y un día no volvió más. Me rompe el corazón verla así. Ojalá termine en un lindo hogar.
Con delicadeza y paciencia fui cultivando la furia en el loco. No diré que fue cuestión de días, pero podía ratificar los avances del experimento en la rigidez de los brazos, de su ancho cuello, de su mandíbula torcida. Cuando lo consideré a punto, le obsequié el bidón de nafta y un beso en la mejilla. Me alejé sin prisa a los saltitos, en un largo recorrido en pos del Cielo de una rayuela imaginaria que evoco cuando juego a ser niña.
NATALIA DOÑATE