Otros teros

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La casa de las arenas - blog literario

Faltan décadas para que esto ocurra, pero va a pasar. Vos, confiá. Vas a estar disfrutando de un día de campo con amigos, o quizás de vacaciones. Y te lo vas a encontrar. Probablemente reconozcas su andar de flamenco en la distancia; el antifaz que le da aspecto de mal genio (y vaya acierto). Y vas a sentir la imperiosa necesidad de compartir el descubrimiento con quienes tengas al lado.

—¡Miren, allá! ¡Un tero! ¿Lo ven?

Un tero. Extranjero, sí, pero tero al fin. La gente se va a encoger de hombros. Algún alma piadosa fingirá interés. Pero nada te va a detener. Simplemente, debes decirlo. Rara vez decimos cosas que son para los demás.

—Cuando era chico, mi barrio estaba repleto de teros.

—¿En Argentina? (Esta pregunta es opcional, tal vez sólo te encuentres a unos pocos kilómetros de casa).

—En Escobar, sí.

Y a nadie le va a importar, creéme. No va a faltar el oportunista que quiera derivar la conversación hacia la fauna de su infancia. Pero no lo vas a seguir. Partirán caminos separados, cada cual a lo suyo. Su travesía, poco nos importa. Yo, que también viví un tiempo entre teros, me voy a quedar a tu lado. Y vas a recordar lo que nunca olvidaste: el rojo endemoniado de los ojos, la exquisita sombra verde tornasolada de las alas, la petulancia de gallito de corral. Vas a pensar en los nidos desprolijos y en que ponen un huevo cada día, hasta completar los cuatro. En la testarudez con la que los vigilan, en los grititos que pegan para despistar a los humanos. Y en nosotros, claro, siguiéndoles el juego como a niños, porque sabíamos que un jardín repleto de pichones era sinónimo de alegría, y la alegría puede ser chillona y caprichosa.

Sé que vas a procurar sonreír. Me ha pasado. Pero es probable -y no te asustes, es perfectamente normal- que la mueca se te quede atravesada a medio camino, a la altura de los dientes, donde se pone la lengua para silbar. Vas a incorporarte, lentamente, en dirección al tero, tragando saliva seca, torturado ante la idea de que alguien haya notado tus ojos empañados (lo cual es prácticamente imposible, casi no hay gente como vos, ¿lo has descubierto ya?) y te vas a culpar por haber pasado todo ese tiempo sin ver a un tero, ni oír a tero, ni soñar con un tero. Agazapándote lo más cerca posible del animal, pero sin espantarlo -y es que aún tenés esa habilidad- vas a absorber cada detalle de su fisionomía, de sus movimientos espásticos, de sus colores.

Y acá es donde necesito que prestes atención. Vas a comprender, para siempre, que algo se te escapó. Aunque el tero siga ahí. Vas a colmar tu cuerpo de esa añoranza por lo que sí fue, de esa tristeza a la que las almas simples denominan nostalgia. Nosotros sabemos que es más que eso. Así que te pido disculpas por adelantado, querido hijo, querida hija, por no poder darte la solución. Aquello que se pierde (lo que realmente se pierde) por definición pertenece a otro tiempo. La vida no es más que generaciones y generaciones de teros. Pero sí te tengo preparadas unas palabras de consuelo: en este momento son las dos y cuarto de la tarde del miércoles 31 de mayo del 2023. Me encuentro sentada en el empedrado de la entrada de casa, en compañía de los teros del barrio (todavía nuestros teros). Siento el sol calentarme el cuerpo a pesar del aire fresco y sé que en este momento, en el patio del colegio, a vos te pasa lo mismo. Y espero que en cualquier «ahora» que leas esto, puedas recordar que este sol (nuestro sol) es omnipresente. Y es imposible que se pierda.

A mis hijos amados.

NATALIA DOÑATE

10 Comentarios

  1. Gracias por esta reminiscencia tan poética y gracias por el sol omnipresente. Y gracias por hacerme buscar la palabra «tero», que no conocía. Somos pájaros

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