Garabateé mis iniciales con impaciencia en cada carilla y una vez más al final del texto. Apenas eché una ojeada al documento, pues conocía las condiciones de antemano. No me sorprendió, en absoluto, la cláusula que estipulaba el vencimiento de la relación. Era una de las tantas reglas a observar, junto con la previsión de un importe ajustable a la inflación y un riguroso horario de visitas. Un apartado en mayúsculas establecía el impedimento de entablar una amistad. Ese punto no me representó incordio alguno, pues pronto lo sorteé (con ayuda de Platón) estableciendo mi propia definición del concepto, según la cual él es, acaso, mi único amigo. El problema surgió en relación a la interpretación del plazo, supeditado a una condición. Si bien la noción de este tipo de contrato no me es extraña, pues no todos los acuerdos dependen de una fecha cierta (basta con imaginar las consecuencias que derivarían de ejecutar un testamento sin muerto) la jurisprudencia no sentaba precedentes para mi situación. Intuía que el final del convenio dependía en parte de mi persona, pero, para estar a resguardo, tomé el hábito de despedirme. Lo hice solapadamente casi desde el día uno, en cómodas cuotas. Lo hice infinidad de veces, aunque dudo que esta ocurrencia tonta derive en un precepto legal.
Un fatídico lunes descubrí que esa condición que me inquietaba -la inequívoca- puede tardar bastante en cumplirse, pero cuando lo hace es tan certera y precisa como decir, por ejemplo, «17 de julio del 2023». Entonces pronuncié mi «adiós» sincero. «Adiós» me respondió, y fue la menos relevante de nuestras conversaciones. Caminamos a la par por algunas cuadras. Si fueron tres, cuatro, o ciento veintinueve, no podría declararlo bajo juramento -estrés post traumático, supongo- pero sí recuerdo con precisión el momento en el que llegué a casa con mi pequeño agujero negro y le rogué que se portara bien. Lo tengo encerrado en una caja en el estante superior del placard, a ajo y agua. No he intentado asesinarlo desde que entendí que no se llama «Tristeza», ni «Miedo». Su nombre es y ha sido siempre el mío -y sospecho que le debo la vida tal como la conozco. Let the sleeping dogs lie.
Aún queda por delante la verdadera melancolía: la que se fortalece con los años -aunque hoy no amerite una lágrima-, la que se impone en sueños y tiñe de añoranza las mañanas -para ser olvidada por las tardes-, la que sabe alejarse por días, meses, años, sin perder el rastro de regreso, hasta que llega el día en que se cumple la última condición de todas; el vencimiento del contrato de todos los contratos. Cualquier alma desconocida -pero amiga- comulgará en esta idea: la más sentida de las despedidas puede (y debería) durar lo que se tarda en bajar la tapa de una notebook.
GRACIAS, C.
NATALIA DOÑATE
Qué buena prosa.
¡Salute!
Muchas gracias, Damián!
Recién lo pude leer. ¡Muy bueno Natalia, muchas gracias!
Gracias a vos, Jorge, por tu amabilidad de siempre!