Día de navegación en el Lady of the Seas

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blog literario

El transatlántico Lady of the Seas había cumplido con creces su promesa de diversión y aventura, materializada en magníficas imágenes a las que los vacacionistas recurrirían cuando el verano empezara a descamarse de su bronceada piel a la par de las vivencias en su memoria. «Sonrían,» «say cheese», «digan whisky» habían dicho una y otra vez los fotógrafos profesionales y los ocasionales sin inocencia alguna: los recuerdos se borran más fácilmente que la tinta. Esa madrugada de martes, cual caballo que reconoce el camino y, deseoso de sombra y agua fresca, rompe al galope, la embarcación había emprendido su regreso al puerto de origen y ya nada ni nadie podría detenerla. Tenía por delante 24 horas corridas de navegación.

A la misma hora en que los motores estiraban las piernas, Amanda apagaba la alarma de su celular. Encarnaba el estereotipo del turista organizado. Había optimizado su itinerario según los designios del barco y los caprichos del clima, de modo en que no tuviese nada de que arrepentirse al terminar el viaje. Más importante aún, en esta ocasión se había asegurado de ganar la discusión pasivo-agresiva que tendría con la prima Drida, una mujer muy viajada que le había recomendado esa travesía, entre otras, y que tenía una amplia colección de actividades imperdibles para relucir al regreso de los recién llegados, al estilo de:

—¿Hiciste el paseo en góndola?

—Por supuesto, fue maravilloso.

—Ah, pero ¿pediste el recorrido especial que finaliza en un picnic bajo al luna? Sin ese detalle, no es la gran cosa.

Amanda estaba decidida a taparle la boca mal pintada de rouge a la arpía esa. Incluso había aprovechado las actividades dentro del crucero y no había taller de cerámica, juego de arco y flecha, clase de zumba o torneo de bingo que se le hubiese pasado por alto. Estaba agotada y no veía la hora de regresar a casa. El personal ya la llamaba por su nombre y su marido agradecía el tiempo libre que le otorgaban los animadores para ponerse al día con sus lecturas por medio de generosas propinas. Ese último día, sin embargo, tenían acordado asistir juntos a la noche de gala que se llevaría a cabo en el salón de la cubierta y que finalizaría con el amanecer de las arenas de Salvador de Bahía, donde aguardaban los hijos, los nietos, los perros, la pequeña huerta ecológica, la compra de la semana, los turnos con el médico, las discusiones por el volumen de la música con los vecinos y la soga de colgar la ropa, siempre sucia de telarañas.

Amanda se enfundó presurosa en una bata de toalla y, sin desayunar, se dirigió al spa, donde, semidormida entre velas y música delta, se dejó mimar con un masaje de cuerpo entero. Aceitada como cola de bebé y aún en ayunas, se presentó en las escalinatas de la planta baja ante Tony, un empleado del barco con quien tenía acordado un pequeño tour exclusivo -y off the record- por la sala de máquinas. La experiencia le resultó desagradable, pero se las ingenió para sacar algunas buenas fotos en las que no se notaban el calor infernal ni el ruido enloquecedor. A eso de las diez de la mañana, transpirada y aturdida, trepó a duras penas la escalera de regreso al día para premiarse con un generoso desayuno y recuperar las fuerzas que necesitaría para proseguir con el resto de las actividades matutinas: una amena caminata por el track de la cubierta y un taller de pintura con las manos. Manoel la esperaba para almorzar en su restaurante favorito, «Aquellos años», el cual, casualmente, se asemejaba al sitio donde se habían conocido en su adolescencia.

—Te ves agotada —observó, risueño, al verla llegar con los dedos manchados de colores. —¿Cómo ha estado tu mañana?

—Me siento como si fueran las seis de la tarde —confesó ella con una carcajada. —Pero no se puede negar que le he sacado el jugo a este viaje.

—Pues me alegro que así sea, querida. ¿Qué tienes planeado para el resto del día?

Ella suspiró con desgano.

—Debo corregir unos exámenes y supongo que me vendría bien una siesta. No querría llegar agotada al evento de la noche.

—Me parece bien. Aquí cuentas con un servidor en caso de que quieras compañía.

Amanda sonrió. Llevaban toda una vida juntos y aún se sentía deseada por ese hombre de ojos amables y mente turbia en su justa medida.

—De acuerdo —le dijo a la vez que se alejaba con un poco sutil movimiento de caderas. —Creo que tomaré el postre en la habitación.

A las siete de la tarde despertaron de su siesta y, tras una rápida ducha, se vistieron con sus mejores telas.

—Estás bellísima, querida —dijo él con aprobación. El traje le quedaba algo grande, pues había perdido peso en los últimos años, pero ella se sintió plena y satisfecha. Aún amaba a ese hombre.

La fiesta era todo lo que cabía esperar en un crucero de lujo y más. Bandejas plateadas flotaban a lo largo de la pista cargando todo tipo de frutos marinos, canapés y piezas de sushi. Luego llegó la tanda de platos calientes y Manoel se dio el gusto de comer una gran hamburguesa con papas fritas.

—Ésta sería mi última cena, de poder elegir —le dijo a su mujer.

—No lo sé —respondió ella fingiendo dudar. —Yo no me iría sin un buen champagne.

—Usted está muy traviesa esta noche —observó él, divertido, ignorando que en la lista mental de su mujer estaba incluido agarrarse una pequeña borrachera en la última noche del viaje. —En ese caso, aguárdeme un instante, señorita, y veré qué puedo hacer.

Ella negó con la cabeza.

—Hoy invitan las damas —bromeó, pues estaba todo incluido. Acto seguido caminó bailoteando hacia la barra.

—Señora Da Silva, qué gusto verla —la saludó cortésmente un joven de chaleco rojo.

—Buenas noches, Mateo —respondió ella con picardía. —Aquí con el señor Da Silva estábamos con ganas de portarnos un poco mal. ¿Tendrás algún espumante para recomendarnos?

Un muchacho se acercó por detrás del joven y se sumó a la conversación.

—Compañero, no vamos a menospreciar a nuestra pareja favorita con algo embotellado, habiendo tantos tragos de autor, ¿no te parece?

Mateo asintió.

—Es cierto. Además, me sentiría personalmente ofendido si no probaran una de mis invenciones.

Amanda dudó.

—¿Podrías recomendarme algo dulce, Simón? Estoy sin mis anteojos y no me apetece leer la carta.

—No se diga más —respondió éste con algarabía. —Voy a hacer algo especialmente para usted y su marido. ¿A él le gusta lo mismo?

—Oh, no, en absoluto. Él sólo toma gin tonic.

—De acuerdo —respondió el barman a la vez que combinaba velozmente todo tipo de ingredientes. —He aquí un gin tonic, y el trago especial de la señora. Lo voy a llamar «Lady Silva».

La mujer rio halagada y le dio un sorbo. Era una delicia. Agasajada y feliz se despidió de los empleados y regresó con Manoel, que la aguardaba con ganas de bailar. La noche siguió su curso, entre tragos y pasos de baile cada vez más osados. A sus costados, las parejas de menor edad los señalaban y les aplaudían. Era una noche mágica. Eran ya las cuatro de la mañana cuando decidieron ir a descansar.

—Ha sido un gran viaje, ¿no lo crees, querido?

—El mejor.

—¿Cuál fue tu sitio favorito? —preguntó ella a la vez que descansaba su cabeza sobre su hombro y regocijaba su vista en el negro mar.

—Croacia fue una sorpresa —replicó él. —Aunque debo admitir que los mejores momentos los pasé dentro de este barco.

—Sí que fue una hermosa noche —reconoció Amanda. —Deberíamos cerrarla con un brindis, si es que eres valiente.

Él se sorprendió con la ocurrencia. Su mujer estaba completamente borracha y él seguía erguido como un roble. Pero qué demonios, era la última noche.

—Espérame aquí, que tu ya has ido suficientes veces. Traeré finalmente ese champagne, que al final dejamos de lado por culpa de los tragos.

—De acuerdo —asintió ella de buena gana. —Aquí me quedo.

El arrullo blanco del mar la hizo relajar. La música continuaba, pero los temas eran cada vez más lentos y el volumen, más bajo. Un hombre de overall pasó barriendo la cubierta. De pronto, se sobresaltó. Su marido no había regresado. Presurosa, se dirigió a la barra, donde tres hombres frotaban alcohol en las copas limpias.

—Disculpen —preguntó, cada vez más preocupada. —¿Han visto a mi esposo?

Los empleados le lanzaron una mirada algo descortés. Finalmente, uno preguntó:

—¿Quién es su marido?

Entonces ella notó que no reconocía ningún rostro.

—Se llama Manoel Da Silva. Es un hombre alto, corpulento, de cabello canoso y ojos celestes. Lleva un traje negro y un sombrero.

Ellos sacudieron la cabeza y siguieron limpiando.

—Lo siento, señora, aquí ya cerramos. Probablemente se haya ido a su habitación.

—¿Podrían preguntar a Simón o a Mateo? Ellos lo conocen y nos estuvieron atendiendo toda la noche.

—Los del turno anterior ya se fueron a acostar hace rato, lo siento. Verá, es tarde. ¿Le puedo ofrecer un poco de agua?

Ella se sintió avergonzada pero aceptó. Sentía la lengua pegada al paladar.

—De acuerdo, gracias.

Presurosa, regresó a su asiento, vaso de plástico en mano, dispuesta a llamar por teléfono a Manoel. Con un súbito dolor en el pecho descubrió que su bolso había desaparecido.

«¿A dónde se habrá metido este hombre?» pensó asustada. Los pocos rostros que vio a su alrededor le resultaron extraños. El barco mismo le hizo erizar los pelos de la nuca, pero se obligó a controlar sus pensamientos. Lo que menos le convenía en ese momento era sufrir un ataque de pánico. Trastabillando y aferrada a la baranda bajó las escaleras y recorrió el largo pasillo hasta llegar a su camarote. Entonces recordó que la llave magnética había quedado también en su bolso. Desesperada golpeó con fuerza la puerta. Nadie respondió al otro lado.

—¡Manoel! —gritó, al borde de la histeria. En la habitación de al lado, un bebé se puso a llorar y una voz femenina echó una maldición por lo alto. Amanda sintió los pasos enfurecidos de la vecina acercándose a la puerta, pero, antes de que la madre pudiera asomarse a echarle una bronca, huyó por las escaleras, de regreso a la planta alta.

Ya no quedaba gente en la cubierta, sólo las ruinas de lo que había sido una de las mejores noches de su vida. Con alivio vislumbró la incipiente luz del nuevo día, que la inundó de una repentina sensación de paz. Estaba demasiado ebria como para pedir ayuda en recepción, así que optó por acostarse boca arriba en uno de los bancos. Hacía un poco de frío, pero no le importó. Cerró los ojos.

Una hora más tarde, nadie la había ido a buscar. Un graznido de gaviotas en la lejanía anunció el final inminente del viaje.

Natalia Doñate

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/boqueron-51188

8 Comentarios

    • Gracias, Isai. Yo creo que nacieron, vivieron y murieron ese mismo día, pero sólo metafóricamente hablando, jeje

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