Día del padre

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—Estamos acá, papá.

La voz arrasó como un viento seco, devorando pastos y montañas y dejando un surco negro que se perdía en el horizonte. Los pájaros volaron aterrorizados de las copas de los árboles turquesa en dirección al sol. Varios cayeron envueltos en llamas. Pero no olía a quemado, sino a perfume infantil. Esta vez era cierto.

Un leve calor en su palma izquierda le advirtió de la presencia del sapito. Era rosado y parpadeaba con ternura, pero lo mismo daba. Lo arrojó con desdén al mendigo del parche en el ojo, quien lo tragó sin masticar y lanzó un sonoro eructo. De sus labios amoratados surgieron burbujas con pequeños ojos que se explotaban al cerrarse.

Él volaba siguiendo el rastro. Cuando éste desapareció, siguió el eco. Atravesó bosques frondosos y pateó serpientes que se enroscaban en sus piernas para hacerlo caer. No les temía; había pasado horas envuelto en ellas sin que nada ocurriese, salvo un leve mareo. Finalmente llegó al peñasco. Era tan alto que apenas se divisaba el fondo, pero enfocó la mirada y se encontró con la escena familiar.

Al lado del mar había una gran cama celeste, en la que él yacía dormido. Las olas golpeaban con suavidad las patas de madera y empapaban una parte de la sábana que se hallaba caída a un lado. La enfermera con cola de dinosaurio ajustaba el suero mientras que un niño y una niña, perfectos, reales, carnosos, pero más que nada, suyos, le hablaban con cariño.

—Estamos acá, papá.

Quiso gritarles que lo sabía, pero ya había fallado esa técnica. Sabía que se quedaría sin voz. «Voy a saltar«, pensó. Tomó carrera y, como en un sueño, cayó: volando, girando como un trompo, en picada, rebotando, y finalmente, en cámara lenta. Abrió los ojos mareado. Olía a hospital.

—¡Papi! Sus brazos se llenaron de suaves mejillas y cabellos con aroma a miel. Tomó sus rostros entre sus manos y se alegró al ver que no había pasado tanto tiempo. La pequeña aún tenía el huequito del último diente que había perdido. El niño, algo mayor que la hermana, contenía con esfuerzo las lágrimas. La enfermera salió corriendo, como ocurría en las películas, probablemente en busca del doctor.

Horas después se hallaba incorporado en la cama, recuperándose de una pequeña siesta. Los niños dormían a su lado, a pesar de haber pasado el horario de visita. Se preguntó dónde estaría su mujer. Una señora de mediana edad con delantal y cofia le acercó una bandeja con la cena. No sentía hambre, pero debía empezar a utilizar su estómago de a poco.

—Intente comer de a pequeñas porciones, señor. A ver cómo le cae.

Levantó la tapa de metal deseando encontrarse con algo sabroso, pero sólo vio al sapito. Se había tornado plateado y se veía furioso sin sus ojos. Arrojó la bandeja al suelo y gritó y lloró sin lágrimas y abrazó a los muñecos de felpa que dormían a su lado. Ni siquiera se parecían a sus hijos; tenían pelo de lana y botones en lugar de ojos. Por debajo de la puerta de la habitación, se empezó a filtrar el agua del mar.

Jamás saldría de ese maldito mundo. Algún día, su vida se apagaría sin aviso, en ese paisaje de sinsentidos, donde nadie lo escucharía gritar. Sólo le quedaba desear que fuese pronto.

En la entrada de un sanatorio especializado en cuidados paliativos, un hombre y una mujer se despedían. Había sido una visita estándar sin expectativas. No lo desconectaron porque aún tenía ese leve temblor en la muñeca cuando escuchaba sus voces, aunque los médicos insistían en que era pura casualidad. Por otro lado, hubiese sido de mal gusto hacerlo justo el día del padre.

—¿Ya no nos vemos hasta Navidad, no? —preguntó él.

—Sí, pero no cuentes conmigo para Año Nuevo. Lo pasamos con la familia de Javier.

—Ajá. ¿Te pasa algo?

—Estoy un poco preocupada, nomás. En una semana me voy de viaje a Europa y aún no consigo quién me venga a regar las plantas.

NATALIA DOÑATE

Imagen: Autor: Viktor Hanacek

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