Dos sujetos locales y uno oriental subieron al ascensor. Sus trajes, desmejorados tras un día tenso de trabajo, desprendían aún el penetrante aroma a perfume importado. Se hallaban en un pintoresco pero ineficiente edificio antiguo del microcentro y el tiempo se ralentizaba entre piso y piso. El más bajito de los argentinos frotaba sus manos con impaciencia.
— ¿Le digo? —preguntó desde la comisura de sus labios, que se arquearon en un pícara sonrisa de lado.
El alto, de aspecto más formal pero igual de agotado, negó con la cabeza abriendo los ojos de par de par. En el fondo, sopesaba los pros y contras de la ocurrencia. Sería una gran anécdota en cualquiera de los casos, pero convenía mantener la diplomacia.
El oriental, de cara a la puerta, disimulaba su alivio en expresión solemne. Sabía hablar español, pero sin un contexto donde apoyarse, no comprendía el diálogo que se desarrollaba a sus espaldas. Probablemente un asunto ajeno a sus intereses. Permaneció impávido y se permitió unos minutos de relajación. El negocio iba bien. Llevaba años utilizando el servicio de practicaje para su buque pesquero. Pagaba siempre con un mes de retraso, y sólo porque, de otro modo, le negaban el nuevo servicio hasta saldar la deuda. Tres años atrás había cambiado de puerto por otro más al sur, evitando así pagar el saldo acumulado. Una buena jugarreta, que había quedado impune hasta esa semana, cuando su barco sufrió una avería que le obligó a atracar en el puerto de Buenos Aires, donde fue descubierto por sus acreedores. Ese mismo viernes por la mañana había recibido un llamado del secretario del juzgado, quien le informó que su buque estaba interdicto por causa de una denuncia hecha por los empresarios que ahora lo acompañaban en el ascensor. También tuvo la delicadeza de advertirle que el lunes caerían dos embargos más, de otras empresas. Debía actuar con celeridad. Convenció a los argentinos de aguardarlo ese mismo día y les pagó hasta la última moneda, a pesar de que éstos lo habían recibido a regañadientes, fastidiados de tener que quedarse fuera del horario de oficina, justo arrancando el fin de semana. Vagos. Acarició furtivamente el comprobante que llevaba en el bolsillo: su «golden ticket» para soltar amarras antes de que los demás «buitres» le cayeran encima.
A sus espaldas, los argentinos se codeaban y reían como niños.
—Dale, contémosle la verdad —insistía uno entre carcajadas, ya al borde de las lágrimas, mientras el otro negaba con elocuencia, completamente ruborizado.
Lo que el risueño señor deseaba confesar, era que la supuesta llamada del juzgado había sido en realidad por parte del abogado de su empresa, cuya actuación le haría ganar un bonus interesante a fin de mes. Que habían inventado el tema de los embargos porque sabían que, con el buque cargado, ningún juez les daría permiso para detener la salida del pesquero. Pero más que nada, quería enfatizar que era la primera vez que alguien les insistía tanto en pagarles una deuda. Apoyó suavemente una mano en el hombro del estafador. El oriental se volteó, confundido por el exceso de confianza.
—Le digo…
—Bueno. Está bien. Decile —respondió el otro, expectante.
Transcurrieron unos pocos segundos en silencio, en los que saborearon lo que podría haber ocurrido si se iban de lengua. Finalmente, el empresario dejó caer la mano.
—Dejá, tenés razón. Mejor no.
Lo despidieron con una efusiva palmada en la espalda y se fueron al bar, donde se darían el gusto de contar la historia a todo aquél que estuviera dispuesto a escucharla.
NATALIA DOÑATE
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Entre pillos anda el juego…
Coincido con el comentario de Ana. Gracias por este cuento Natalia. Mira, hace unos minutos leí una entrada de Ana Piera y pensé ¿por qué no grabar un contenido con ambas?
Como bien dices sin el contexto adecuado nadie entiende. Vaya jugarreta pero lo bueno es que lograron que les pagara. Saludos.
Gracias Ana por pasar