El Borges

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blog literario

La señora Amanda provenía de una familia acaudalada venida a menos. En concordancia con la tendencia predominante de los de su especie y situación, se las había ingeniado para mantener su estilo de vida; por un lado, vendiendo reliquias familiares, por el otro, dominando el arte de la mezquindad. Como compañía tenía a Juana, una empleada doméstica en edad de jubilarse que apenas daba abasto con las tareas de la casa. Le pagaba miserias, pero le permitía vivir en el cuarto de servicio. Sin más familia o herederos que mantener, los gastos estaban bajo control y podía permitirse un té con masas finas en una icónica cafetería de Buenos Aires los martes por la tarde, cuando jugaba canasta con sus amigas más afortunadas.

Un domingo de abril, una arteria de su cerebro le jugó una mala pasada y su vida quedó limitada a los confines de la casa, incapacitada para cuidarse sola. Precisaba a alguien con la fuerza suficiente como para bañarla y moverla por la casa, que además supiera poner inyecciones. A regañadientes contrató a Dominga.

Al poco tiempo, Juana, que había sido su confidente y amiga por años -a pesar del desdén con el que era recompensada- se encontró reemplazada en trato y atenciones por la joven enfermera: una tilinga sin experiencia y falsa como muela de madera. La doña estaba deslumbrada con ella y rehuía a su antigua empleada. Ésta no tenía permitido siquiera prepararle un jugo de naranja, pues de eso se ocupaba Dominga, como así también de pintarle las uñas, ponerle los ruleros y comentar entre suspiros la novela de la tarde. Un día las encontró charlando junto al fuego como viejas amigas. Desde entonces, se tuvo que ocupar de atender a ambas.

No renunció. Es cierto que no tenía a dónde ir, pero también desconfiaba de las intenciones de «la nueva». El ictus había dejado a la jefa en silla de ruedas, pero también con un decaimiento mental, que se manifestaba, entre otras cosas, en pequeños «olvidos» que no terminaba de dilucidar si eran o no fingidos.

Cinco años atrás, la doña había enviudado y, tras un breve luto, las deudas acumuladas la empujaron a deshacerse de las posesiones del marido, vendiéndolas al mejor postor. Entre sus libros había encontrado una primera edición autografiada por Jorge Luis Borges. Hacerla tasar terminó en amarga desilusión, pues sólo era una falsificación alevosa, carente valor. A falta de un mejor uso, había optado por conservar el libro como adorno. Pero ahora parecía haber olvidado su naturaleza apócrifa, y lo trataba como a un tesoro invaluable, alardeando de su posesión ante la enfermera, quien lo miraba con ojos codiciosos. Bajo la iniciativa de esta última, lo habían colocado en una cajita de cristal para exhibirlo sobre el aparador. Ninguna visita quedaba eximida de verlo y elogiarlo.

Eventualmente, la muerte tuvo piedad y se llevó a la desdichada mujer. Sus bienes pasaron a ser parte del botín del Estado, a excepción de los dos paquetitos que había apartado para sus empleadas, con la ayuda de Dominga.

Juana abrió el suyo y se encontró con una cajita de música en la que una bailarina giraba delicadamente en una danza infinita. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La doña tenía un gran cariño por esa antigüedad, recuerdo de su infancia. En un momento de nostalgia le daría cuerda en honor a su jefa y ante sus ojos se abriría un cajoncito oculto, en el que brillaría una preciosa cadenita de oro con un dije en forma de corazón. Pero para eso faltaban aún algunos años. En ese momento, la enfermera la observaba, midiendo su reacción.

— ¡Qué preciosura! —dijo finalmente—A mí, en cambio, me dejó el Borges —agregó con fingida sorpresa. —Espero que no te ofenda, sé que la apreciabas mucho y la conocías por más tiempo.

Juana se rio para sus adentros.

—Oh, no me molesta para nada. Disfrútalo, Dominga. Lo tienes más que merecido.

NATALIA DOÑATE

Imagen: https://www.freeimages.com/photographer/sole-34152

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