El viento veleidoso -dulce al olfato, enemigo de la piel- había alterado el temple citadino del visitante. Éste, dando por perdido su paquete de Marlboros -involuntaria ofrenda al dios del río- yacía ahora echado hacia un costado, su cabeza apoyada en el borde, la camisa a cuadros ondeando en franca rendición. Frente a su escueta humanidad se alzaba un imponente moreno de anteojos espejados y corte militar, el mismo que una hora atrás había rechazado con sorna su oferta de turnarse con los remos. No habían vuelto a hablar desde entonces.
—Juan, ¿es correcto? —aventuró, finalmente, el escocés.
—Lán —gruñó el lugareño.
—Mis disculpas —respondió con sinceridad el primero. Luego se replegó sobre su estómago y anotó algo en la libreta que llevaba entre las piernas.
—No se preocupe, lo animó el remero, arrepentido por el trato hostil. —En la costa, me llaman Juan. Es una gansada de mis compañeros. Dicen que mi nombre es demasiado pomposo. Usted es periodista, ¿no?
—Así es. Inocencio, me llamo. Con gusto intercambiamos.
El remero hizo caso omiso de la broma y prosiguió con la explicación, como si ambos estuvieran interpretando una obra y su compañero hubiera modificado el guión. —Lán, a pesar de su longitud, significa «Tierra de gloria».
—Fantástico —asintió el hombrecillo. —¿Le molesta si tomo apuntes? Sería interesante iniciar mi artículo con su historia.
—Me es igual —respondió el moreno, relojeando la libreta.
—Bien, primero cuénteme de usted —dijo el periodista mientras se echaba hacia atrás, más relajado. Desenfundar su lapicera le daba coraje. —¿Fue intencional, su nombre? ¿O pura casualidad?
El aludido lo miró extrañado.
—¿Casualidad? ¿A qué se refiere?
—A Utopía. Tierra de gloria. Pensé que tal vez había nacido allí.
El lugareño comprendió y negó con la cabeza.
—Ah, no, nadie nace en Utopía. Allí se llega.
El bocinazo de un yate los distrajo por un instante. Detuvieron la marcha hasta ser sobrepasados. Lán aprovechó el descanso para sonarse el cuello y premiar la vista en las mujeres que tomaban sol en la popa.
—¿Qué más hay en aquella dirección? —señaló, con la cabeza, el periodista.
—Nada, sólo Utopía.
—Creí que allí no tenían barcos a motor.
—La gente cree muchas cosas —suspiró el moreno. —¿Por qué no habríamos de tenerlos?
El escocés meditó unos segundos y recordó la frase:
—Porque «Utopía y naturaleza son una y la misma cosa».
El hombre soltó una risotada y retomó su trabajo. Para entonces, el recuerdo del sol se apagaba en sus espaldas y los mosquitos zumbaban en derredor a pesar del repelente y del viento.
—Es como el juego del teléfono descompuesto —soltó, después de un rato. —El mensaje llega trastocado. Es cierto que tendemos a lo natural, como ideal, pero no literalmente. No somos hippies.
Inocencio permaneció mudo. Sabía que el silencio era el mejor anzuelo. Y en efecto, el hombre picó.
—Le explico. La naturaleza carece de moral. Por ejemplo, nadie esperaría que un león se limara las uñas para estar en igualdad de condiciones ante un antílope. O que se arrancara los colmillos. Podría parecer injusto, pero no lo es, pues la justicia no existe.
—Entonces Utopía no tiene reglas —concluyó Inocencio.
—Oh sí. Las hay de sobra —aclaró Lán. —Pero todas naturales. La gravedad, por ejemplo, ¿o acaso me ve flotando? Lo que rechazamos son las invenciones humanas tales como las ideas de justicia o injusticia, el sentido de la vida, los dioses…
—Suena caótico. Y vacío, a la vez.
—Digamos que no es un lugar para los débiles —concordó Lán.
—¿Hay algún requisito para entrar?
—No que yo sepa. ¿A usted le pidieron algo? Cuidado que hay muchos estafadores dando vueltas.
—En absoluto —apresuró a aclarar el visitante. —Pero mi caso es diferente. Yo sólo voy de turista, por decirlo de alguna manera.
El hombre resopló.
—No hay turistas en Utopía, sólo habitantes. Aunque, ahora que lo pienso, sí hay un requisito: ser capaz de soportarlo.
Inocencio tragó saliva y ojeó su celular en busca de señal. Tres líneas. Estaba a tiempo de arrepentirse, pero necesitaba saber algo más.
—Si no hay moral… ¿está permitido matar?
Su compañero lo miró de arriba abajo como si fuese estúpido.
—¡Pero, claro, hombre! ¿Quién habría de impedirlo?
Inocencio no cabía en su asombro.
—Es decir, ¿que usted podría matarme?
—Aquí mismo, si quisiera —Lán parecía divertido. —Pero tendría que lidiar con las consecuencias, como todo el mundo. No me mire de esa manera, amigo. Quiera o no hacerlo, ya hemos llegado. Bienvenido a Utopía.
El escocés levantó la vista, pero la negrura de la noche sumada a la niebla del lago, apenas le permitieron divisar unos árboles de tupidas ramas. El aire olía a asado. A su mente se le vino la imagen de una tribu alimentándose de carne humana. La desechó con rapidez. No quería pasar más tiempo a solas con el remero, así que le extendió una propina y se apeó del bote.
—¿Me recoge mañana por la tarde? —preguntó mientras metía su libreta en el bolso.
—¡Disfrute de su estadía! —fue todo lo que obtuvo por respuesta. La embarcación comenzó a alejarse, lentamente.
—¿Hacia dónde me dirijo? —preguntó Inocencio buscando mantener la compostura.
—¡Ya está aquí! ¡Vaya a donde le dé la gana, es libre! — respondió Lán con voz cantarina.
El hombrecillo se dirigió cuesta arriba, siguiendo el rastro del olor a comida; una figura agazapada de tensos hombros, la adrenalina agudizando sus sentidos. Pronto comprendió, no sin una pizca de desilusión, que se trataba de una parrilla. «Las brasas». El cartel le resultó vagamente familiar. Unos pasos más adelante una ruta confirmaba que se trataba de una civilización avanzada. Bordeó cautelosamente el restaurante y se encontró con un estacionamiento. Entre un Volvo color ladrillo y un Audi blanco descubrió el Peugeot de alquiler que él mismo había conducido esa tarde. Furioso corrió hacia el muelle y exclamó a la soledad de la noche.
— ¡Lán, hijo de puta! ¡Me trajiste al punto de partida!
Una carcajada resonó en la lejanía.
—¡El requisito, hombre! ¿Es que no ha entendido nada?
Otra vez lo habían estafado. Bien merecido, por imbécil. Ahora debía conducir hasta el hotel, malgastar el fin de semana en ese pueblo de mala muerte y tomar el avión de regreso a casa. Quiso recomponer su ánimo mirando las estrellas, pero el cielo estaba turbio como el agua. Entonces cerró los ojos y trató de recordar las distintas Utopías que habían soñado los hombres a lo largo de la historia. Había que reconocerle a Lán su cualidad de filósofo. Después de todo, su ciudad ideal era la única efectivamente realizable. Un lugar en el que las acciones fuesen regidas por acción-consecuencia, causa-efecto. ¿Qué haría él, en ese mundo, con todos aquellos que lo habían difamado?
El silencio del viento le trajo las risas de los comensales. Ecos sofocados de burlas y desprecios. Su estómago se contrajo. Estaba famélico y desanimado, pero por fin había llegado a Utopía.
—Sí, Lán —pensó en voz alta mientras emprendía la marcha. —Creo que puedo soportarlo.
Imagen: amazones bote remo – Bing images
NATALIA DOÑATE
Excelente, gracias Natalia. ¿Se pueden compartir tus cuentos en Facebook?
Hola Jorge! Sí, se puede! Podés cliquear el loguito de Facebook que está en la parte superior del post y de ahí se comparte. Gracias por tu interés 🙂
Y además aprendí una nueva palabra: Overol, que acá se le dice buzo o mono, por que cubre el cuerpo mediante una solo prenda de ropa. Un saludo
Gracias Carlos, saludos!
Hermosa historia, intrigante, con un final inesperado, fantástico.
Gracias, Joiel, me costó esta vez pero bueno, a veces hay que remarla jaja
Atrapante relato. Me impacto el final. Debo confesar que en cada una de tus publicaciones, has logrado atrapar mi atención.
Gracias, Juan Pablo! 🙂