El cuartito del fondo

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La casa de las arenas - blog literario
La casa de las arenas de Natalia Doñate

La voz masculina retumbaba metálica en su celular. El podcast de italiano, avanzado para su nivel intermedio, la mantenía acompañada a la vez que le daba la ilusión de estar ahorrando tiempo. Esponja en mano estudiaba -o sentía que lo hacía- mientras fregaba con parsimonia los platos. Afuera, la tarde no malgastaba energías en falsas promesas. El cielo, blanco heterogéneo, hacía de techo apelmazado a un aire estático y cortante y la grama bahiana, descolorida a costa de soportar sucesivas heladas, aguardaba agonizante la llegada de tiempos mejores. El único elemento del patio trasero que no evocaba la muerte era el cuartito del fondo. Poco tiempo atrás había sido su lugar en el mundo. En ese momento preciso, quizás harto de ser ignorado, irradiaba una fuerza contenida que parecía próxima a estallar.

Carlos le había asignado ese espacio un año atrás, cuando ella le había planteado que quería dedicarse a escribir y no podía hacerlo entre niños, perros y gatos. Incluso la sutil presencia de su pareja le era ingrata en los momentos de inspiración, pues hasta la más mínima pisada, un carraspeo, un portazo ayudado por las malévolas ráfagas de viento que surcaban la casa, le hacían perder la concentración. Y sobrevenían las discusiones, los silencios hirientes, los episodios de destrato hacia los inocentes muebles de la habitación principal, en especial los cajones, que chocaban confundidos contra su tope mientras ella guardaba la ropa. Tenía su carácter, no lo negaba. Así había surgido la idea de acondicionar el quincho y transformarlo en su despacho. Cuando ella lo ocupaba, el lugar se volvía tierra sagrada. Una ciudad fantasma que filtraba magia a través de sus finas cortinas de lino.

—¿Mamá se fue al cuartito? —preguntaba una voz infantil. Y si la respuesta era afirmativa, por unas horas la familia perdía un miembro. Era como si Lucía no existiera. Carlos se ocupaba de todos los asuntos domésticos hasta que las luces amarillentas del fondo se apagaban y su mujer regresaba, radiante y dispuesta a compensar con creces sus ausencias, cada vez más prolongadas y culposas. Como souvenir llevaba pequeños avances de la novela que tenía en curso, los cuales repartía a cuentagotas durante la cena, o el desayuno del día siguiente, las veces en las que la pasión se le iba un poco de control.

—¿Y quién es el asesino entonces? —preguntaba el niño con sincera curiosidad.

—¿Tú qué crees? —inquiría Lucía arqueando una ceja.

—Yo digo que es el jardinero.

—Pues ya veremos —respondía ella. —Tal vez mañana tenga novedades.

A veces la historia se ponía tan interesante que los mismos pequeños incitaban a su madre a dirigirse al cuarto. Le preparaban un termo con café y la empujaban hacia el patio. Pero la mayor parte del tiempo estaban celosos del ordenador y añoraban la época en la que sólo debían compartir su amor con las mascotas.

Promediaba el mes de noviembre cuando finalmente terminó el libro. Esa noche cenaron afuera y con alegría planearon las vacaciones de verano. A éstas las sucedieron otros eventos, como la vuelta al colegio, el cumpleaños de la tía Pocha, el feriado por Semana Santa. Julio llegó sin más novedades que un frío que calaba los huesos.

—Las editoriales se toman su tiempo, querida —había dicho Carlos un par de veces, antes de comprender que era mejor guardar silencio. Tuvo la delicadeza de no mencionar que el cuartito llevaba ocho meses deshabitado.

—Ci vediamo presto con un altro podcast. Ciao a tutti —se despidió el hombre del celular. El gato, que se relamía sus partes privadas sobre el mármol de la cocina, no se dio por aludido. Su dueña ya no estaba a su lado. Ahora, su aliento tibio formaba nubes de vapor en el patio mientras miraba con angustia en dirección al fondo. En algún momento intermedio mientras secaba los platos y los guardaba en la alacena se había quedado sin excusas para salir. Pero sabía que el lugar ejercía un poder sobre ella, y que si arrancaba una nueva historia terminaría succionada por meses en ese espacio de 4 metros cuadrados, desatendiendo a su familia. ¿Cuánto tiempo estaba dispuesta a perder nuevamente, a cambio de nada? No lo sabía, pero ya estaba lista para averiguarlo. Imaginó que sus ideas estaban atrapadas en el lugar, más vivas que nunca, esperando su regreso. Ladrones, parejas infieles, hadas, abogados con instintos detectivescos, gente sencilla de pueblo y sus pequeñas historias. ¿Qué nuevo mundo se escondía tras la puerta de madera verde? Las siluetas fantasmales de sus futuros personajes se deslizaban seductoramente tras las cortinas. Se preguntó cómo se vería ella misma entre ellos, redactando historias que nadie leería.

—Ya es suficiente —sentenció. —Voy a helarme aquí afuera.

Con determinación regresó a la casa en busca de abrigo y de productos de limpieza, decidida a dejar el lugar impecable para arrancar a escribir al día siguiente. Pero al abrir la puerta el olor a lustra muebles la dejó atónita. Su despacho estaba impecable y calefaccionado, listo para ser usado.

—Carlos —pensó con renovado amor. —Sabía que algún día volvería y me dejó todo listo en señal de apoyo. Quién sabe cuántas veces habrá limpiado en vano —suspiró.

Regresó a la casa eufórica, donde estampó un beso apresurado a su marido y se preparó un café cargado. Luego se adentró en el cuartito, lista para empezar la faena. El ordenador se iluminó con una rapidez que no esperaba. En el «Escritorio» de Windows, el viejo archivo de su novela fracasada le daba una amarga bienvenida. Lo arrastró con desdén a una esquina de la pantalla y abrió un archivo nuevo.

«Aquí vamos» se relamió, disfrutando del vértigo de la pasión desenfrenada, anticipando los meses de reclusión autoimpuesta que se vendrían por delante.

La tarde dio paso al anochecer y las luces de la cocina se encendieron, reclamando su atención. Los niños la saludaban efusivamente tras el cristal, luciendo aún sus batas de Kung Fu. Supuso que estarían preparando algo para la cena. Probablemente, fideos. Agitó su mano en señal de reconocimiento, deseando fervientemente ir a su encuentro, pero la pantalla en blanco, en la que aún no había escrito ni una letra, la mantuvo firme en la silla. Irse ahora sería admitir la derrota.

Al cabo de media hora, una risotada de su hija pequeña atravesó el patio como una serpentina, forzándola a levantar la vista nuevamente hacia la casa, hacia esa escena familiar de la que no formaba parte. Un vacío incipiente llenó su pecho cuando comprendió que ya no podría recuperar a la mujer del noviembre pasado. La había perdido a mitad de camino entre la casa y el cuartito del fondo.

Imagen: https://www.freeimages.com/photo/garden-1231946 @manitou

NATALIA DOÑATE

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