Una vez por semana, o bien cada dos, tomo el desayuno en un lugar que no me pertenece. Me incorporo confundida entre bocinazos y campanadas de iglesia y, antes de despertar del todo, ya me encuentro en la cocina, estirando el brazo en busca de mi cacharro preferido: un mug rosado y azul que destaca de entre una decena de tazas amarillas genéricas. El café es siempre el mismo: granulado, sin azúcar.
Comencé esta vida de paréntesis en busca de un descanso de la otra. Una que no pretendía ser mejor -y de hecho no lo es. La parte de mí que no pude dejar atrás, con la complicidad del tiempo y de la necesidad, se las ingenió para equipar el departamentito con unos cuantos objetos reflejo de mi verdadera casa. Por mi parte, me limité a imponer una regla: aquello que trajera debía ser siempre en menor cantidad, en menor medida, en menor precio que el original. Ayer, por ejemplo, me encontré con dos macetas de sansevierias que no me constaron un centavo, pues las reproduje con injertos de las mías. Cuentan como bienes de extrema necesidad esta notebook con el monitor manchado de tinta en la que les escribo, dos mates colorinches con sus respectivas bombillas, una bolsa grande de almendras, huevos frescos, queso en hebras, una estufa a gas de mal carácter y los infaltables de higiene personal. Los productos de pura vanidad, como las cremas y maquillajes, son una excepción inexplicable que prolifera en ambas moradas sin cumplir función alguna.
Les pido disculpas. Tuve que pausar la escritura para ver qué ocurría afuera. Se trataba de un evento de iglesia que incluía una veintena de niños gritones y cinco adultos sonrientes compartiendo mate. Puede parecer intrascendente, pero es menester que registre este tipo de cosas, pues son justamente las que no tengo a disposición en mi barrio durante el resto de la semana. Como cada detalle suma, aproveché la interrupción para apreciar el asfalto brillante, el tronco de los árboles ennegrecidos por la lluvia, las juntas de cemento húmedo entre las baldosas. Me encandiló la belleza de las hojas de tres tonos de otoño, fosforescentes gracias al contraste. Mi balcón (¿mencioné que tengo un balcón?) estaba resbaloso. Concluí que caerme no sería grave, pues sólo perdería un día de seis que tengo cada semana, o uno cada catorce, en el mejor de los casos. Pero decidí que el experimento no justificaría dejar mi trabajo inconcluso, así que aquí estoy de regreso.
En ocasiones, mis hijos me acompañan. Duermen en colchonetas, repiten ropa interior, miran fotos viejas de ancestros que jugaban a la paleta en la playa cuando ellos no existían, y que duermen bajo tierra justo ahora, que ellos están tan vivos y hermosos. Hojean libros que les aburren, regalos desacertados de algún pariente bienintencionado. Redescubren juegos de mesa en el placard, los desarman y los vuelven a guardar. Ayer, casualmente, le tocó el turno al Juego de la Vida. Comen pepas baratas de paquete y, cuando el clima lo permite, cenan en el suelo del balcón, mientras miran las cabezas de los transeúntes y ensamblan preguntas imposibles de imaginar para un adulto. Junto a ellos y mi marido comparto las tardes codo a codo, en un silencio que comprende que sería invasivo ocupar más lugar del que permiten los escasos metros cuadrados. Y disfrutamos. Saben Dios y la virgen (los vecinos de enfrente) que disfrutamos.
Al fin y al cabo, de eso se tratan las vacaciones.
NATALIA DOÑATE
¡Me encantó lo de «los niños comen Pepas baratas de paquete», jamás se me hubiera ocurrido incorporar esa frase a uno de mis cuentos ¡Y queda bonito!, gracias Natalia.
Jaja hay una explicación..en casa trato de hacerles budines y galles caseras. Soy la mamá hincha. Gracias Jorge por pasar 🙂