El extraordinario síndrome de Junio

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El 31 de mayo de 2020, en letra pequeña y ligera, M. F. (la familia nos permitió utilizar sus iniciales reales) escribió en su cuaderno:

Querido diario. Hoy tuve un día fatal. No sé qué pecado habré cometido en otra vida para pagarlo tan caro en ésta, pero todo se me hace cuesta arriba últimamente. Los inquilinos de Barracas me siguen acusando de entregarles un inmueble con «vicios ocultos». ¡Vicios ocultos! ¿Cómo podía prever yo que el vecino del 5to C, el muchacho pecoso que me regaló la plantita de albahaca, se iba a rebanar un dedo frente a la entrada de su departamento? La gente enloquece todos los días. Ahora exigen que les pinte la puerta porque la sangre no se quita, que les pague diez sesiones de psicoterapia, que les reemplace el felpudo de «WELCOME»… bueno, eso último lo puedo entender. Pero ¿un descuento en el alquiler? Demasiado pedir. Tienen tantas quejas y reclamos que bien podrían irse a otro sitio. Me harían un favor. Entre la supuesta pérdida de agua (que me consta que dejaron la canilla de la bañera abierta), los cables de la heladera que mordisqueó el caniche, el microondas que estropearon por meter una cuchara de metal, tengo más gastos que ganancias. Una es considerada y pasa por tonta, con tal de no discutir. Igual reconozco que no son sólo ellos el problema. Siento que ya no quiero lidiar con nadie en general. Cada vez que suena el celular pienso que me estoy por enterar de algo terrible. Y cuando no suena, pienso que va a sonar. Quizás sea tiempo de pedir ayuda. O mudarme a una isla en medio de la nada.

La siguiente página salta directamente al 14 de junio, lo cual es curioso porque las fechas anteriores observan una rigurosa frecuencia diaria. Se aprecian unas pequeñas salpicaduras amarillentas que no perjudican la lectura:

Querido diario. Eres el único consuelo que me queda. El dolor al escribir esto es indecible, pero acepto que ha llegado para quedarse. Es hora de ponernos al día.

Hace dos semanas desperté sin piel. Desapareció sin más. Junto al sol de junio se habían colado por mi ventana una decena de cuchillas que se hicieron un festín en mi cuerpo. Tan frágil y desnuda estaba, que hasta el mismo aire me atravesaba de lado a lado. No tardé en descubrir las sábanas mojadas. Y ahí fue cuando grité, grité como una condenada. Volví a gritar ante mi imagen del espejo del baño. Entonces no pude (ni puedo) llorar. Así que actué. Debía ir urgente al hospital. Esperé a la ambulancia enfundada en mi bata azul, tarareando un tema de Calamaro (me arde, me arde); recuerdo que el simple roce de la tela polar me ofrecía una idea seductora de la muerte, imagen que atesoro hoy como una vela dentro de un frasco que sé que algún día va a reventar. Los paramédicos, ambos de mediana edad, uno buena gente, me aconsejaron mantener la calma. Su seguridad era contagiosa: pronto me encontré inmersa en una amena charla sobre un hijo que ese año terminaba la escuela primaria. Pregunté al que me tomaba la presión, de apariencia más seria, si tenían muchos casos como el mío. Asintió y soltó un simpático: «se ve de todo en esta profesión». En el momento lo consideré una respuesta.

La sala de guardia se encontraba casi vacía; esa sede en particular no se dedicaba al virus del que todos hablaban y la gente casi no enfermaba de otras cosas. Me ubiqué detrás de una mujer que consolaba a un mocoso. Por lo que llegué a oír, el pobrecillo se había lesionado la rodilla. Al cabo de una hora, y tras ceder mi turno a una embarazada al borde de la histeria (por suerte resultaron ser contracciones de Braxton Hicks), me encontré cara a cara con la ansiada doctora, una mujer alta y delgada que me invitó a la camilla sin antes ofrecerme la silla. Salí del consultorio con órdenes para estudios varios que me tuvieron ocupada el resto del día. Regresé para el diagnóstico final, justo antes de la rotación. La mujer me miró fugazmente.

—Su condición es altamente inusual, señora.

Algo en su tono me incitó a pedir disculpas. Preguntó si había tenido algún episodio de estrés, a lo que procuré responder con anécdotas de mis inquilinos, pero me interrumpió con un aleteo de su mano izquierda y me extendió un papel del talonario con la derecha.

«Cubrir con gasas y vendas»

Pude ver cómo el mundo se teñía de negro.

—Es que me duele mucho, doctora —supliqué con voz ronca. Ella asintió, comprensiva, y agregó:

«Aloe vera»

Papel en mano acudí a la farmacia de la esquina. Regresé a casa a pie, después de ser rechazada por dos Uber. No he salido desde entonces. Tampoco es necesario, me arreglo con aplicaciones. Mi rutina diaria consiste en desinfectarme de pies a cabeza, cambiar las gasas por nuevas y cubrir todo con vendas. Cada tres horas, el ciclo vuelve a comenzar, descontando, claro está, las veces que me quedo dormida y la sangre se desborda. Hay manchas en el suelo, en la cama, en los sillones. Ayer quise explicar el desorden al repartidor del supermercado, pero me dijo que había visto cosas peores. Le di mil pesos de propina.

Te dejo ahora, querido diario. Me toca otro recambio y luego quizás duerma un poco. Me he propuesto arrancar temprano por la mañana y hacer ejercicio en casa, pues he notado que estoy perdiendo una cantidad de masa muscular espeluznante. El perímetro de mis muñecas (…)

El resto del texto es ilegible. El 30 de junio de ese mismo año Bobby, el San Bernardo del vecino de la quinta de enfrente, se coló por entre el cerco de cipreses del jardín trasero y resurgió, alegre, con una tibia humana entre sus fauces. El dueño no le permitió conservarla. Juran y aseveran los testigos que el esqueleto estaba completamente pelado de carne. Por temas burocráticos en los que no es necesario ahondar, pues son de público conocimiento, al momento de allanar la morada, ya no quedaban restos.

A la fecha, la inclusión del «síndrome de Junio» en el listado de «rare diseases» (enfermedades poco frecuentes – EPOF para la Argentina) es motivo de acaloradas disputas entre académicos. Los puristas de siempre sostienen que, a falta de todo tipo de evidencia física, la enfermedad podría haber sido meramente psicológica, o bien una broma de mal gusto. Los más idealistas, por el contrario, se aferran a la convicción moral de que M. F. merece su lugar en los anales de la medicina, aunque haya sido el único caso documentado en el total de la humanidad a lo largo de toda la historia. «That’s as rare as it gets», repiten como mantra en su sitio web. Pocos se los toman en serio. Bobby el perro consiguió trabajo en la Policía Federal Argentina y es muy valorado por sus compañeros, como se puede apreciar en sus redes sociales.

Imagen: https://orthos.es/esqueleto-de-la-mujer/

NATALIA DOÑATE

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