—Viene con la casa, no lo puedo regalar. (Estoy hasta las narices de explicarte siempre lo mismo) callo.
— ¡Qué pena! —murmura mi sobrina. —Sería tan feliz en el campito. (Sos una pésima dueña y quisiera rescatarlo) calla ella.
El perro, aludido, se rasca la oreja -la izquierda, la única que le queda. La garrapata emprende un vuelo parabólico que culmina bajo mi zapato. Ambas la oímos crujir.
—Si lo deseas, podría bañarlo —ofrece ella, siempre cautelosa. Sabe que me pone de mal humor que se metan con mi mascota.
—Ayer le puse la pipeta, le retruco. Si lo bañás hoy, pierde el efecto. No querrás hacerle daño.
—No, no, claro —dicen sus palmas abiertas, en franca inocencia. Ya es tarde.
—Mejor me lo llevo al cuartito, así no le sentís el olor —decido con presteza. (Ocasión perfecta. Me jodiste, chau perro).
Ella, sexagenaria caprichosa, hace un mohín de niña. Yo sonrío por dentro, victoriosa. Asunto zanjado -al menos, por hoy.
Sentadas a la mesa compartimos torta de canela, bizcochos y mate. Los arañazos en la puerta generan distracciones que silencio fácilmente con la radio. Así, entre conversaciones sobre los nietos y las vacaciones de verano, se hacen las siete de la tarde. La invitada se incorpora.
—No me pude despedir de Bobby —tira su clásico manotazo de ahogado, ya de salida.
—Mejor así. Después se pone ansioso y no duerme —la consuelo. Sus ojos francos me agobian. ¿Por qué insiste tanto en ayudarme? El sábado que viene regresará para volver a ser evadida. Hay que reconocer, no obstante, que sus intentos son cada vez más tenues. No la culpo. Treinta y cinco años hablando del mismo perro agotarían a cualquiera.
Agito un brazo en cordial saludo y tranco la puerta.
—Es que no te entiendo —le reprocho al can mientras lo libero. —A veces, parecería que realmente querés dejarme. Irte con ella, o con quien sea. Salir al mundo.
El animal me observa de arriba abajo con desprecio, pero no me confronta. Sabe (y sé) que tengo razón. Tras dar un par de vueltas tambaleantes, se echa a mi lado. Su hedor irrita mis fosas nasales. Guarda los pedos para la hora de la cena, por eso ando tan flaca. Las arcadas no me dejan tragar nada. Afortunadamente, hoy merendé bien. Acaricio con la punta de los dedos la testa pegajosa, la trompa seca como charqui.
—Sí que nos has condenado, desgraciado.
Él, asiente. Un gusano amarillo chillón sale a tomar aire desde la cuenca de su ojo cosido. Nada interesante que ver, habrá decidido, pues se vuelve por donde ha venido. Hace tiempo que el perro no me pide que le quite los gusanos. Sabe que no sirve de nada. Tomo la garrapata del suelo y se la vuelvo a colocar, cual modesto prendedor.
¿Cómo explicar este asunto a un extraño? El gusano viene con el perro, el perro viene con la casa. El día en que yo me muera, ambos se vendrán conmigo. No antes, no después. Entonces, mi sobrina será libre, como libres serán sus hijos y los hijos de sus hijos. Hay ciertas cosas que no deben heredarse.
Y es por eso que no permito que nadie -pero nadie- se meta con mi perro.
NATALIA DOÑATE
«El gusano viene con el perro, el perro viene con la casa. El día en que yo me muera, ambos se vendrán conmigo.» Sublime.
Cuánta testarudez, todo un ejercicio de estoicismo que aplaudo a rabiar.
Muchas gracias, Joiel!! Lamentablemente, la testarudez viene con la escritora
Gracias por tu generosidad, en estos días, lo tipeo y te lo paso.
Aquí lo espero 🙂
Me encantan los relatos con animales. Yo tengo un cuento que se llama Guau Guau, es muy breve y lo hago hablar al perrito con su amo. Me gustó mucho tu cuento.
Gracias, Jorge! Estás invitado a compartirlo por acá, si tenés ganas
Excelente relato. Interesante reflexión!
Impresionante el cuento me hizo recordar a un perro viejito q tenía que estaba muy enfermo y en su última etapa y tenía q sacarle con una pinza lo gusanitos ay ay
Gracias, Irma! Me alegra que te haya gustado